Hoy hay más de ocho mil millones de seres humanos en la Tierra y, diría el filósofo del pueblo, la mata sigue dando...
Si viviéramos realmente el Universo,
tal vez lo entendíamos.
Jorge Luis Borges
Dijo Beethoven: Qué somos cuando nos comparamos con el Universo…
El extraordinario músico tenía cierta razón en su duda si partimos de que en aquellos entonces su generación vivía en un mundo ajeno a la ciencia de nuestro tiempo. Hoy es distinto porque podemos asegurar que los seres humanos somos un universo o, para ser modestos, el gran microcosmos constituido por células que en esencia tienen el mismo origen o mensaje estelar del Universo.
Carl Sagan supuso que habría algo así como 100 mil millones de galaxias y 10 mil millones de estrellas. Vertió tal suposición cuando el planeta estaba poblado por 6 mil millones de habitantes. Hoy hay más de siete mil millones de seres humanos en la Tierra y, diría el filósofo del pueblo, la mata sigue dando.
Cada uno de esos miles de millones de seres humanos tiene en su cerebro 100 mil millones de neuronas e, igual que el Cosmos, una intensa actividad en el cuerpo, dinamismo impulsado por 37 billones de células, partículas que se renuevan constantemente para mantener vivo su hábitat. Esto además de luchar contra los 100 billones de microbios que se introducen en el cuerpo. Y aún más: mientras combaten a los agresores del organismo, nuestras células se alimentan, reproducen, comunican entre sí y obtienen la energía y los nutrientes que les permiten dotar de vida al cuerpo humano. El cerebro, las neuronas, se encargan de regular la función del organismo para que las células trabajen en sintonía y cumplan la función de mantenernos vivos y sanos.
Pero no todo es miel sobre hojuelas, que conste. En el cuerpo humano ocurre lo mismo que en el Universo cuya constante es el crecimiento que suele culminar en el renuevo. La diferencia está en que, comparándola con el Cosmos, la vida de los humanos es efímera; un micro instante del tiempo concedido por —dirían los masones— el Gran Arquitecto del Universo.
Ese Gran Arquitecto o energía celestial o Dios o imaginación o fuerza espiritual o naturaleza o fe o armonía neuronal, ha hecho que los seres humanos concilien su pensamiento mágico con la realidad manifiesta en su mortalidad. Por ello, de manera consciente o casual, todos buscamos lograr la concordancia del cuerpo con el cerebro para que nuestra vida funcione como, valga la metáfora, cualquiera de los conciertos compuestos por Beethoven, el músico que a falta de oído usó la imaginación. Y como todos sabemos, la agudeza, sensibilidad y armonía cerebral de éste y otros genios fue resultado de la correlación dinámica y creativa de sus neuronas.
¿Por qué la genialidad no es tan común como la actividad y cambios del Universo?
Me atrevo a responder: porque aquel infinito está controlado por la energía de sus propias estrellas, fuerza que podría ser regulada, ordenada y distribuida conforme a los dictados de una omnipotencia cuya definición humana gira en torno a lo esotérico. En el caso de los genios la creatividad es uno de los efectos de una sinapsis neuronal cuya eficacia depende de la coincidencia del o los objetivos programados por el cerebro, unidad que, supongo, responde a los sentimientos o a la espiritualidad de cada individuo. O a las dos causas.
Retomo pues lo del genial Beethoven para la siguiente metáfora:
El cerebro humano primero compone la música que ahí está latente en las neuronas que captan los sonidos del Cosmos y la Naturaleza, energía enriquecida por la herencia genética del ADN. Después de diseñar la armonía y plasmarla en el pentagrama (mapa cerebral), el cerebro realiza los arreglos que habrán de formar La sinfonía de la vida, acordes que distribuye en las distintas particelle cuyas notas forman la música del gran concierto. Una vez consolidada la obra, su realización o interpretación dependerá de la capacidad del creador de esa maravilla constituida por los sonidos, las acciones y las imágenes que él mismo unió y dirige.
Ese extraordinario fenómeno humano ocurre dentro del organismo de hombres y mujeres. Sin embargo, a pesar de ello lo común es que formemos parte de una lamentable paradoja. Esto porque no obstante que la vida es conducida por la unión de las neuronas, muchos prefieren ignorar el hecho e incluso hasta despreciar la oportunidad de convertirse en directores de su propio concierto. Omiten que a partir de la energía que produce el cerebro podemos encontrar la armonía de nuestro organismo con el medio ambiente que nos rodea y las creencias que convoca la magia que, cual alquimia de hechicero, se compone en el cazo llamado cerebro.
La incuria mencionada tiene dos causales, mismas que atribuyo al nivel intelectual, ya sea un alto IQ o la llamémosle ignorancia supina. En el primer caso, la inteligencia combinada con el conocimiento suele derivar en soberbia, estado de ánimo que aleja al ser humano de la fe. Por otra parte está la rudeza intelectual cuya oscuridad obstruye el entendimiento científico. Ambas condiciones muestran la maravilla del poder cerebral que replica la energía del Universo. De ahí que esa luz deslumbre a los poseedores de un coeficiente intelectual elevado y asuste a quienes por convicción, intuición o imitación prefieren permanecer en la oscuridad, en el hoyo negro. Hay términos medios, claro, y ahí entran aquellos cuyo empeño se centra en eludir las tinieblas acogiéndose a la luz de la inteligencia.
Albert Einstein, el matemático excepcional, usó su genialidad para hablar del tema alejándose del escepticismo común en los hombres de ciencia. Dijo el sabio:
… Me siento satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con un atisbo de la estructura maravillosa del mundo existente, junto con el resuelto afán de comprender una parte, por pequeña que sea, de la Razón que se manifiesta en la naturaleza.
En efecto, la razón de la naturaleza se manifiesta con la contundencia que observa en, verbigracia, la “divina proporción”, fenómeno comprobable con las matemáticas (número áureo). Y también en la perfección lograda por los constructores del Partenón, por citar uno de los edificios que observan la sucesión de Fibonacci.
Acojámonos pues a esa “divina proporción”, y a la energía de nuestro universo personal, y a nuestra fuerza interior (fe o convicción), y a las maravillas de nuestro cosmos, y a la concordancia dinámica y creativa de nuestras neuronas, y a la sorprendente música constituida por los sonidos, acciones e imágenes que forman nuestros 100 mil millones de neuronas. De lograrlo podremos convertirnos en directores de nuestro destino para, impulsados por la propia energía interna que producimos, eliminar lo que nos afecta debido al descontrol del organismo, males que la Organización Mundial de la Salud define como desviaciones del estado fisiológico, alteraciones o causas en general son conocidas y por ende previsibles. Habrá que hacerlo. Lo peor que puede pasarnos es que, como energía o átomos cosmogónicos que somos, regresemos a formar parte de una de las dimensiones del Universo. Nunca se muere en el intento. Al contrario.