El Síndrome de Hubris: El poder como distorsión de la psique

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“El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente.” — Lord Acton

El Síndrome de Hubris no figura oficialmente en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), pero su existencia salta a la vista en la escena política, empresarial y hasta académica. Se manifiesta en figuras que, tras alcanzar altas posiciones de autoridad, desarrollan una arrogancia extrema, una confianza patológica en sus propias ideas, y un desprecio creciente hacia las opiniones ajenas. Es, en términos sencillos, una intoxicación por poder.

El término “hubris” proviene del griego antiguo y hacía referencia a una forma de desmesura o arrogancia que ofendía a los dioses. En la tragedia clásica, el héroe que caía en hubris estaba condenado a la nemesis, la retribución divina. Hoy, el castigo ya no llega por intervención celestial, sino por el colapso de instituciones, el descrédito público o la ruina personal. Pero el mecanismo sigue siendo igual de cruel: un exceso de sí mismo empuja al líder al abismo.

¿Qué es el Síndrome de Hubris?

El término fue popularizado por el neurólogo británico David Owen, exministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido, quien escribió The Hubris Syndrome: Bush, Blair and the Intoxication of Power. Según Owen, el síndrome puede desarrollarse en individuos que ejercen el poder durante períodos prolongados y con pocas restricciones. No se trata de un trastorno de personalidad per se, sino de una transformación progresiva de la conducta que se ve alimentada por el entorno: aduladores, inmunidad al error y una progresiva pérdida del contacto con la realidad.

Los síntomas más comunes incluyen:

  • Creencia desmedida en la propia capacidad y juicio.
  • Identificación del interés personal con el interés del Estado o institución.
  • Desprecio por el consejo ajeno o la crítica.
  • Impulsividad disfrazada de “decisión firme”.
  • Pérdida de empatía.
  • Visión mesiánica de su papel en la historia.

Estos síntomas pueden coexistir con rasgos narcisistas o incluso psicopáticos, pero el elemento distintivo del síndrome es su emergencia, es decir, no todos los líderes comienzan así: se transforman con el poder.

El laboratorio del poder

El Síndrome de Hubris encuentra su caldo de cultivo en entornos cerrados, jerarquizados y carentes de contrapesos reales. Mientras más rodeado está el líder de personas que temen contradecirlo, más crece la ilusión de infalibilidad. Esto es particularmente visible en regímenes autoritarios, pero también ocurre en democracias débiles o empresas familiares.

Los medios de comunicación también contribuyen: una cobertura acrítica, adornada con elogios permanentes, termina convirtiendo la narrativa del líder en dogma. Se borran los matices, se patologiza la disidencia, y se consolida una figura omnipresente que no se equivoca, sino que “anticipa”, “confía en su instinto” o “ve más allá de lo evidente”.

Consecuencias institucionales y sociales

Cuando una figura con Hubris ocupa una posición clave, las consecuencias pueden ser devastadoras. Las decisiones se toman por capricho, sin consulta ni evaluación de riesgos. El aparato institucional se reduce a un sistema de obediencia y culto. Se generan políticas públicas basadas en ocurrencias. El líder se vuelve el único filtro de la verdad. En esos casos, la institucionalidad se convierte en escenografía.

Además, quienes se atreven a señalar el desequilibrio son catalogados como traidores, mediocres o “enemigos del cambio”. De esta forma, el sistema entero se inmuniza contra la crítica y se encamina hacia la catástrofe.

¿Puede prevenirse?

El antídoto no es psicológico, sino político y cultural. La prevención del Síndrome de Hubris comienza con la existencia de contrapesos reales, medios críticos, transparencia, duración limitada de los mandatos y una ciudadanía que no idolatra. En el ámbito empresarial, los consejos independientes, la evaluación externa y la rotación en los liderazgos pueden mitigar sus efectos.

Pero hay un factor más: el carácter del individuo. No todos los que llegan al poder desarrollan el síndrome. Algunos logran mantener el juicio gracias a una formación ética sólida, a relaciones personales que no se doblegan ante el poder, o incluso a un sentido del humor que les permite reírse de sí mismos. El problema es que esos casos son minoría.

Una advertencia contemporánea

Hoy, cuando vemos a líderes que se consideran “predestinados”, que ridiculizan a sus críticos y que gobiernan sin escuchar a nadie, estamos ante expresiones claras del Síndrome de Hubris. No es solo un problema de egos; es un peligro para la democracia, la ciencia, la economía y la salud institucional.

El poder, como los narcóticos, puede alterar la percepción, embotar el juicio y crear adicción. Y como toda adicción, exige una intervención a tiempo. Si no se detiene, termina arrastrando al adicto… y a todos los que están bajo su influencia.

Para finalizar

El Síndrome de Hubris no debe subestimarse. Es más que una etiqueta: es una advertencia clínica, histórica y política. La humanidad ya ha pagado caro por los delirios de grandeza de sus líderes. Quizá sea hora de tomarnos más en serio los efectos neuropsicológicos del poder, y no solo sus promesas.

Después de todo, no hay dictadura que no haya comenzado con una excesiva confianza en sí misma.

Escribiré con mayor frecuencia sobre estos temas, porque estoy por comenzar una novela política que no solo no les gustará… les va a encantar.

Hasta la próxima

Miguel C. Manjarrez