Y entonces no será la política la que nos hunda: será su resaca...
A veces no basta con mirar al monstruo a los ojos. Hay que hurgarle el cráneo, olfatear la podredumbre cerebral que lo gobierna, entender por qué —de entre todas las decisiones posibles— elige la peor. Porque hay decisiones que no nacen del alma, ni del cálculo político, ni de la ideología, sino del deterioro químico de un órgano en ruina: la corteza prefrontal.
Esa región noble del cerebro, la que regula el juicio, el autocontrol, la ética, la planeación a largo plazo, es también la más silenciosamente erosionada cuando el político —ese que nos promete cordura desde la tribuna— sucumbe a las drogas, al alcohol, a las pastillas que no son medicina sino fuga. Y no hablamos aquí de una copa al anochecer ni de una aspirina en campaña; hablamos del político habituado a la evasión, del que toma decisiones públicas con un cerebro privado de lucidez. Del que, mientras firma un decreto, arrastra tras de sí una resaca química que no se ve, pero se sufre en cada semáforo que no sirve, en cada hospital sin anestesia, en cada estudiante que se muere esperando una beca que nunca llega.
La ciencia ya lo ha dicho con la calma que da el dato duro: el abuso de sustancias afecta directamente la corteza prefrontal, reduce la capacidad de anticipar consecuencias, distorsiona la noción del riesgo, debilita la empatía. ¿Y qué es un político sin esas funciones? Un peligro con corbata. Un adicto al volante del Estado.
El problema es que seguimos creyendo que la adicción es una tragedia íntima, cuando en manos del poder se vuelve tragedia colectiva. Porque el político adicto no sólo se destruye a sí mismo; nos destruye a todos. Y si la ley puede impedir que un ciudadano común maneje un coche en estado de ebriedad, ¿por qué no puede impedir que un legislador borracho de cocaína legisle sobre nuestras vidas?
¿Dónde están los exámenes toxicológicos obligatorios para diputados, jueces, secretarios de Estado? ¿Dónde están las leyes que impidan que alguien con un diagnóstico activo de adicción asuma cargos de decisión pública? ¿Por qué nos cuesta tanto exigir sobriedad a quienes manejan el país como si fuera un bar a punto de cerrar?
No se trata de castigar, sino de proteger. De entender que la adicción es una enfermedad, sí, pero que en el ámbito del poder debe ser tratada con la seriedad de una amenaza. Un político con hábitos sanos puede equivocarse; uno con la corteza prefrontal destrozada por el crack, el whisky o el clonazepam ni siquiera sabrá que se equivocó. Y ese error, reiterado, sistemático, se convierte en política pública, en presupuesto, en destino.
Es hora de legislar lo que no queremos seguir callando. De prohibir el acceso a cargos de alto nivel a quienes no hayan demostrado, con rigor médico y seguimiento constante, que están libres de adicciones activas. Porque si dejamos que los enfermos gobiernen, seremos gobernados por su enfermedad. Y entonces no será la política la que nos hunda: será su resaca.