Suicidio por decreto

Alejandro C Manjarrez
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¿Y la prensa? Nada. El silencio fue su nota.

En un espíritu corrompido no cabe el honor.

Tácito

 

Ramón López Rubí, procurador general de Justicia del estado de Puebla, llegó nervioso a la casa del capitán Abadié. Alguien le había informado sobre la muerte de la esposa de quien en esos momentos era el mejor amigo y además —se decía— socio del gobernador Mariano Piña Olaya.

Ramón fue el primero en entrar a la escena del crimen.

Observó el desbarajuste de la recámara.

Pedazos de masa encefálica en el techo y en la pared.

La mujer tenía destrozada la nuca, la parte por donde salió el proyectil que le causó la muerte instantánea.

La escopeta sobre la cama alteraba la decoración de aquel espacio exquisito rodeado de seda blanca combinada con algodón egipcio de tono azul pastel.

En alguno de los rincones de la espaciosa estancia Ramón encontró al esposo de la bella fémina. Sollozaba como si quisiera tragarse su llanto. Había quedado sólo. Su alma parecía haberlo abandonado. Tal vez él fue quien en un acto reflejo llamó a Ramón.

Cuando el procurador se aprestaba a cumplir con su trabajo de investigación primaria para después cederle el lugar al ministerio público, arribó como tromba el mandatario Piña Olaya. Seguramente Abadié lo llamó para informarle la desgracia, su infortunio; la tragedia de ambos.

Piña miró molesto a su procurador.

Los ojos del gobernante estaban anegados por una secreción amarillenta reflejo del coraje y el susto que produce perder una amiga en condiciones tan comprometedoras. Fiel a su heterodoxa costumbre, el titular del poder Ejecutivo del estado descargó su ira sobre Ramón:

“¡Tú qué haces aquí. Vete a trabajar con una chingada! "

Socios y cómplices en algunos actos sostenidos con los alfileres de la ley, los dos amigos se quedaron solos ante el hermoso cuerpo de la mujer cuya estampa quitaba el resuello.

Ya no había nada qué hacer más que lamentarse de que la muerte hubiera entrado a esa mansión del siglo XVII.

La viñeta del amor

La escena podría haber inspirado al pintor Jesús Helguera: la mujer tendida en la cama vestida con una prenda tan blanca como la nieve del Iztaccíhuatl.

Parecía que sus senos iban a palpitar como si aún tuviesen vida.

En la tela que cubría la perfecta redondez de su hombro derecho, destacaba la mancha de sangre que había formado un rosetón, tal vez parecido al que mostró Carmen Serdán cuando fue herida la mañana de aquel histórico 18 de noviembre de 1910.

El marido tenía la rodilla en el suelo; se mostraba arrepentido por la inseguridad emocional que en su ánimo produjo un brutal ataque de compasión para su mujer: “Tenía un cáncer terminal que la hacía sufrir mucho. Por eso se suicidó. Usó mi escopeta ”, fue su letanía.

Y el tercer hombre, el del poder político, representando su papel preferido: intruso en los momentos de intimidad conyugal de la pareja amiga. Ella había sido su secretaria. Y él era su amigo y socio.

La pena hizo más profundas las huellas de la cara de Abadié, un hombre en plena madurez, veintitantos años mayor que su compañera cuya hermosura correspondía a la perfección de las tres décadas.

A pesar de estar muerta seguía siendo bella aunque sin el aroma a naturaleza que, decían sus amigos, era el perfume del amor que trastoca los sentidos.

La recámara olía a pólvora, tufo mezclado con el hedor que despedía el cuajarón de la sangre que encontró reposo sobre la duela de encino.

Tipos con suerte

Meses antes de aquella misteriosa muerte que la autoridad ministerial tuvo a bien señalar como suicidio, el propietario de la casona fue invitado a platicar por el presidente municipal, uno de sus tantos amigos.

“Sé que te niegas a vender la casa de la 5 Poniente —le dijo Guillermo—. Escucha mi consejo, por favor: acepta la oferta del capitán Abadié. Si persiste en negarte me obligarán a expropiártela ”.

Urbano Deloya, dueño del inmueble, sabía bien cómo se las gastan los hombres del poder (Abadié había tomado posesión de la casa cuando todavía no se concretaba la operación de compra-venta). Tuvo que aceptar la oferta de quien, por encargo de Piña Olaya, adquiría inmuebles catalogados como parte del Patrimonio Cultural de la Humanidad. La casa de la tragedia, desde luego, y lo que hoy es el hotel Camino Real de Puebla, por ejemplo.

En el primer caso la casona se transformó en la tumba de los secretos que suelen crearse cuando la sospecha convoca a las definiciones de crimen perfecto, de muerte humanitaria o de suicidio. Por otra parte, el inmueble del hotel se compró barato gracias a que el dueño permitió que su propiedad —que por cierto había sido parte del convento de La Concepción— se convirtiera en una pequeña ciudad-vecindad, espacio lleno de contrastes, de historias tristes, de basura, de luces y de sombras.

Es difícil imaginar a Urbano Deloya indignado pensando en la forma de paliar los efectos de la impotencia.

¿Querría vengarse? Puede ser. O tal vez sólo se conformó con proferir alguna maldición invocando a los malos espíritus de las tragedias sofocleas. Lo imagino diciendo la siguiente paráfrasis:

“Esto es lo que han hecho conmigo, el influyente Mariano y su amigo. Espero que los dioses les premien con penar penas parejas a las mías… ”

En fin, esta historia no tuvo héroes y menos aún personajes que merecieran formar parte de la mitología poblana.

La verdad fue manipulada convirtiéndola en un cuento trágico en el cual sus protagonistas, seres de carne y hueso, se enredaron en la comedia que produjo aquel gobierno.

Dos tipos suertudos.

Un par de hombres obstinados por el dinero y el sexo.

Si acaso fue un crimen y se hizo justicia, es obvio que ésta recayó en los bueyes de los compadres del poder. O si fue cierta la versión de sus amigos, la muerte auto provocada se adelantó al sufrimiento que produciría la enfermedad terminal.

Han pasado los años y, según dicen, cuando en la casona de la tragedia envuelta en seda se habla de belleza, vuelve a percibirse el hedor a sangre y pólvora, efluvio que llega como si acompañara a la muerte que entró empujada por los celos…

Es la leyenda… O quizá la verdad.

Esa casona sirvió de sede a los cronistas que seguramente nunca escribirán sobre lo que allí ocurrió. A menos de que se les aparezca el fantasma de la dama que desesperada se “suicidó”.

¿Y la prensa?

Nada. El silencio fue su nota.

Alejandro C. Manjarrez