Gritando “¡salud!” mientras nos enfermamos un poco más...
Hay pueblos que lloran en silencio. Otros, como el nuestro, aprendieron a hacerlo con risas, tambora y tequila.
Celebramos todo. El nacimiento y la muerte, el lunes y el viernes, la quincena y la bancarrota. Le cantamos las mañanitas a la ruina con voz eufórica, y la llamamos pachanga. Nos embriagamos como quien quiere olvidar que está vivo, o como quien sospecha que, en el fondo, ya no quiere estarlo.
Nos dijeron que la vida es dura, que el dolor se aguanta con valor o con mezcal. Que no se llora frente a los hijos, pero sí se puede brindar con ellos a los ocho años, mientras bailan entre adultos destruidos que juran ser felices. Nos heredaron la carcajada rota, el aplauso que esconde cansancio, y la fiesta como una forma elegante del suicidio.
Porque sí, en cada festejo desbordado hay una renuncia. Nos soltamos el cabello y la dignidad. Nos reímos hasta el vómito. Brindamos por la vida, pero le damos una patada al cuerpo, otra al alma y varias a la memoria. El cerebro, ese jardín que podría florecer con ideas, lo llenamos de basura líquida. Lo embriagamos hasta que olvida quién es.
Y lo hacemos una y otra vez.
¿Por qué?
Tal vez porque tenemos miedo del silencio.
Porque en el fondo sabemos que, si no hay ruido, se escucha el vacío.
Y el vacío nos aterra.
No sabemos estar sobrios. No de alcohol. De emociones. De ruido. De euforia.
Hemos confundido la celebración con la evasión. Y al placer con el castigo.
¿De qué sirve un cumpleaños si terminas con la mente en ruinas? ¿De qué sirve un brindis si al otro día despiertas con el alma más sola? ¿Qué festejamos exactamente cuando nos autodestruimos con tanto entusiasmo? ¿Acaso la derrota de no saber vivir sin anestesia?
Tal vez lo que necesitamos no es otra fiesta, sino aprender a vivir sin huir de nosotros mismos. Tal vez el verdadero festejo sea estar presentes. Dormir en paz. Respirar profundo. Comer sin exceso. Amar con el cuerpo limpio. Abrazar sin disfraz.
Pero eso no vende. No hace ruido. No llena los bares.
Y entonces seguimos.
Bailando sobre nuestras heridas.
Brindando por nuestra ceguera.
Gritando “¡salud!” mientras nos enfermamos un poco más.
Porque en este país, celebrar es una forma sutil —y muy bien aceptada— de castigarse por seguir vivos.