“Yo el Rey, Yo la Reina”

Réplica y Contrarréplica
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El legado de Alejandro C Manjarrez

Una compilación de las mejores columnas políticas elaboradas por el periodista y escritor en la época digital. El periodo publicado en diarios impresos se denomina, crónicas sin censura. Búscalo en este portal.

Las disputas de los señores

se leen en las espaldas de los campesinos

Proverbio ruso

A cada capilla le llega su fiestecita.

Dicho popular

En los tiempos de la Inquisición, unos espiaban a los otros y todos tenían la obligación de denunciar si sus espiados hablaban con el diablo o si estaban en alguna conjura contra la Iglesia católica. El éxito de ese digamos que trabajo espiritual, se medía con el número de las sentencias que podían ir desde unos simples azotes hasta pasar el resto de la vida en galeras. Ello siempre y cuando “herejes” y “apóstatas” hubieran resistido los tormentos y las “vueltas de cordel” así como salvádose de la hoguera y de la muerte a garrotazos.

            Entre los delitos más socorridos —además de renegar de Dios, de sus santos y de la Virgen— el catálogo inquisidor enlistaba lo que entonces se conocía como amancebamiento —hoy es el amor libre—, la fornicación —en estos días se le dice libertad sexual— y la sodomía, cuya práctica —gracias a la popularidad que en nuestros tiempos ha adquirido— se convirtió en uno más de los derechos humanos.

            Seguramente el lector está de acuerdo con el columnista, en que el estilo aquel fue la vergüenza del clero de la época, y que la sociedad de entonces padeció la estupidez de los inquisidores, y que los ciudadanos convertidos en fiscales y jueces fueron los espías y chismosos más efectivos, tanto que, debido a ellos y a las ambiciones terrenales que representaban, murieron muchos inocentes, incluidos los judíos no conversos.

            Quítele a la Inquisición los absurdos delitos que la hicieron temible y en su lugar coloque los estilos del marketing político, y verá que hoy —con algunas variantes claro— abundan los espías y sobran los chismosos, personajes todos que han tomado a la prensa como si fuese la nueva versión de Tribunal del Santo Oficio.

            Ahí tiene usted, por ejemplo, las filtraciones de videos, audios, decires y documentos que denuncian mañas, aficiones sexuales, malas amistades y errores administrativos, acciones equiparadas con los delitos que otrora tanto ofendieron a los curas medievales que —además del predominio de su religión— buscaban el dinero de infieles, judíos, libertinos, apóstatas y herejes. Y que haya quienes reciban una anticipada sentencia parecida a la hoguera (las columnas también queman), o que cuando menos los “pecadores” sufran los terribles dolores causados por la “manita de puerco” (hay periodistas que la hacen para sacar dinero), las vueltas de cordel en el cogote (la falta de liquidez), o la muerte civil… a periodicazos.

            Se trata, pues, de soplones que del siglo XV al XVIII se les llamó testigos. Me refiero a los que han hecho del chisme su modus vivendi, individuos que encuentran a sus Torquemada comprometidos con la vieja conseja que establecía que el secreto de este tipo de confidentes era inviolable. De ahí que abunden los pájaros en los alambres; y que unos espíen y otros irrumpan en la vida íntima de los políticos; y que haya quien hurgue en y denuncie las preferencias sexuales homo o hetero de los candidatos; y que digan santo y seña de las casas chicas y/o “leoneros” donde algunos “pecan” como antaño lo hicieron los fornicadores y, por ende, clientes en potencia de la hoguera y de la muerte a garrotazos (los que duelen).

            Este estilo —que como quedó asentado ya es viejo— ha corrompido la política y defraudado a los electores para, en el primer caso, desprestigiarla y, en el segundo, “matar” la esperanza que antes animaba a votar a los ciudadanos asediados por temas como la sodomía, la corrupción, la chambonería, la delincuencia organizada, el fanatismo religioso, el tráfico de influencia, el desvío de los recursos públicos y el lavado de dinero.

            En ese tenor habría que decir que el marketing electoral está cumpliendo una de las profesías (¿la séptima?) y que el periodismo político del siglo XXI puede ser el vehículo ideal para lograrlo.

Lo curioso, lo paradójico es que Pablo Rodríguez Regordosa apunte para ser el nuevo anticristo empeñado en que Puebla se convierta en la Sevilla del siglo XV, en el gran patíbulo para musulmanes y apóstatas, en la sede donde se anuncie el lema: Yo, el Rey; Yo, la Reina.

Alejandro C. Manjarrez