El poder de la sotana (Fiebre negra)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 14  

Fiebre negra

 

La religión mal entendida es una

fiebre que puede terminar en delirio.

Voltaire

Los sacerdotes que colaboraban con el arzobispo en su misión religiosa, decidieron ponerse de acuerdo para establecer la estrategia a seguir. Les preocupaba que Mora y del Río sucumbiera ante las presiones políticas que, según la monja Concepción, respondían a la maldición del nagual. Las oraciones de cada uno incluían el ruego a Dios para que el mal del pastor mayor no pasara de ser un simple trastorno pasajero provocado por las tensiones que le causaba la jefatura de la Iglesia Católica Mexicana. Sólo uno de ellos antepuso la lógica científica a la fe religiosa rayana en el fanatismo: era Miguel Torres de Santa Cruz.

            —Hermanos: de acuerdo con la innovadora tesis del médico Sigmund Freud —dijo Miguel—, el malestar de nuestro Padre tiene síntomas de una depresión momentánea. —Esperó alguna reacción a su comentario pero nadie opinó—. El mal pudo haber sido ocasionado por los problemas que lo agobian —agregó confiado y enseguida soltó con cierta afectación—: el médico austriaco valida lo que en su tiempo dijo Aristóteles: que la espiritualidad de Monseñor cayó —espero y rezo para que ese tropiezo mental sea un accidente— en la exaltación creadora que une la melancolía con la depresión y a veces con la manía. Hasta ahí. Lo que sigue es la recuperación, proceso en el cual todos debemos colaborar…

            — ¿Cómo? —preguntó el cura Salomón arqueando las tupidas cejas que hacían parecer más profundas las cavidades de los ojos. ¿Acaso el hermano Miguel duda de nuestras oraciones y la fe que nos mueve?

            —No, Salomón. Lo que intento decir es que además de nuestros rezos, tenemos que ayudarlo para que vea al rival como un ser menor, como un hombre simple que cumple su trabajo, como una criatura que evidencia que el poder de Dios no tiene parangón —Miguel cerró los ojos como si hurgara en la profundidad de su mente y soltó modificando el tono de voz—. Calles no es enemigo de la Iglesia, ni de la fe. No tiene esa dimensión. Simplemente es un adversario más cuyas acciones actúan como un catalizador que une al pueblo, no precisamente en su contra, sino para proteger a los católicos. Ustedes y yo sabemos que el poder de la fe es superior a cualquier otro de los poderes del hombre. Pero…

            —Hermano Miguel —interrumpió el obispo coadjutor que se había mantenido reservado—, su teoría es interesante pero no coincide con la opinión del Arzobispo. Él, como usted bien sabe, está empeñado en ver a Calles como el peor de los enemigos de la Iglesia Católica, nunca como un ser al cual se deba tolerar. No, hermano: Su Eminencia dice que debemos ser intransigentes con aquellos que rechazan la existencia de Dios. Su razón es incontrovertible…

            —Coincido Señoría, pero tenemos que convencer al Arzobispo —reviró Miguel con la seguridad del pescador cuyo anzuelo fue mordido—. Tal vez podríamos convencerlo para que pacte en vez de hacer la guerra. De ello, del manejo de la inteligencia, depende que nuestro credo avance y crezca sin tener que enfrentar los obstáculos del ateísmo. No es tiempo de mártires ni de héroes atravesados por las lanzas de la exaltación religiosa, armas que tienen doble filo y en consecuencia doble efecto. Por un lado porque pone en tela de duda la credibilidad de los sacerdotes y por otra parte porque…

            — ¡Padres! —Irrumpió la madre superiora cuya escandalosa entrada asustó a los sacerdotes—. ¡El señor Arzobispo ha vuelto en sí y pide su presencia!

Las sotanas y los cuerpos que cubrían abandonaron la fría sala de meditación como si hubiesen sido succionados por la fuerza de un tornado. Se agolparon en la puerta de salida y en diez segundos el lugar quedó vacío. Todos se dirigieron a la sección del convento donde se encontraba Mora y del Río. No hubo tiempo para la discusión y los planes. Miguel fue el único que se quedó en la habitación impactado por el tropel de sus compañeros que salieron como alma que lleva el diablo. Con esta imagen en la mente pensó en lo peor: “En cuanto el Arzobispo se recupere empezará la guerra y con ella las calamidades que provoca la sinrazón.”

Alejandro C. Manjarrez