Capítulo ocho
La populosa vecindad servía de puerta de ingreso al lugar donde estaban los pedazos de cuerpo de los asaltantes muertos el día anterior. Había que cruzar varios angostos y laberínticos pasillos llenos de puertas y ventanas que enmarcaban la oscuridad que prevalecía dentro de las habitaciones donde vivía hacinado un grupo promedio de diez personas. Eran callejuelas decoradas con diversos colores y saturadas de tufos desagradables. El recorrerlo exigía el salvoconducto o autorización que otorgaban los doscientos o trescientos moradores. La química o el feeling hacía las veces del examen al que eran sometidos los visitantes sin que éstos se percataran. Ese día ingresaron más de mil personas interesadas en ofrecer sus condolencias a los padres de los jóvenes que habían muerto a causa de las explosiones de los teléfonos celulares. Otro tanto no pudo entrar por haber sido descalificados, unos desde su ingreso a la vecindad y otros cuando estaban a punto de llegar al lugar de las exequias, o sea al salón de usos múltiples construido con todos los adelantos para bodas, velorios, aniversarios y reuniones secretas.
Los miembros del “club” conformaban una secta fraternal encabezada por los jefes de las distintas bandas prácticamente dueñas del Distrito Federal, su sede de operaciones, su lugar de trabajo, su campo de entrenamiento. La jerarquía del “club” tomaba las decisiones que establecían desde el calendario de actividades hasta las zonas donde deberían trabajar sus socios. También se hacía cargo de los familiares de los muertos en “el ejercicio del deber”, ya sea dándoles una pensión o bien entrenando a los jóvenes de la familia que habrían de heredar “posesiones” y responsabilidades.
En uno de los rincones del amplio salón octagonal estaba una copia perfecta del lienzo de la Virgen de Guadalupe, toda ella iluminada con un juego de luces colocado para hacer brillar las estrellas de la imagen. En el lado contrario se veía la figura de la “Santa Muerte”, refugio espiritual para quienes exponían su vida todos los días al robar, asaltar o matar cuando de ello dependía el éxito de su jornada.
El llanto y las protestas de los deudos acallaban los comentarios de los visitantes. Todos llegaron vestidos de blanco, para ellos el color del pésame, ya que el negro –argüían– vivía en su corazón y sólo salía en los momentos en que sus armas dejaban sin vida a los conductores y pasajeros que asaltaban. “Cada bala –decían a manera de oración de arrepentimiento– lleva nuestro más sentido pésame y éste es tan breve como la vida del que la recibe y tan duradero como el dinero que obtenemos de él o de ella, según la suerte”.
De entre el tumulto sobresalía la figura delgada y pálida de Juan Hidalgo, también vestido de blanco. Su altura le ayudaba a otear el salón: buscaba a uno de los jefes pero éste ya lo había visto y por ello se le adelantó. “Vayan por Juan, es aquel tipo alto y flaco –le dijo al ayudante señalando con el dedo a Hidalgo–; tráiganlo pero de manera que no se ofenda, Es mi amigo”.
–Señor Juan: dice el jefe que nos acompañe; quiere hablar con usted…
–¿Y quién es tu jefe?, preguntó Hidalgo.
–Aquel que está junto a la virgencita de Guadalupe…
Los ayudantes abrieron paso al visitante conduciéndolo hasta el lugar donde lo esperaba Perico. El encuentro se inició con un cariñoso abrazo.
–¿A qué debo tu presencia en este velorio?
–Vine a manifestarte mi condolencia –contestó Juan.
–Te agradezco el detalle, pero… ¿aparte de ello?, inquirió Perico.
–Pues quiero platicar contigo para enterarme de los pormenores de la muerte de los muchachos: ¿cómo fue, qué pasó, si vieron a alguien sospechoso, si hay un traidor?, en fin, deseo ayudarlos y que ustedes también me ayuden.
–¿Sigues en lo mismo? –atajó Perico.
–Así es, igual que tú, y además dándome tiempo para colaborar con mis amigos…
–¿Y cómo esperas que te ayudemos?
–Poniéndome al tanto y dejándome estar cerca de tus indagaciones. Tal vez juntos encontremos a los culpables o cuando menos que sepamos cuál es el motivo de la campaña en contra de ustedes… Porque es una campaña ¿no?
–Llevamos tres muertitos, Juan, y los tres destrozados por los teléfonos celulares que obtuvieron… Si no es campaña tenemos un enemigo muy cabrón y muy perverso…
–¿Estás seguro de que los celulares explotaron?
–Tan seguro que me tocó ver a la persona que lo entregó sin chistar y con una calma que no es común en la gente que asaltamos…
–¿Lo reconocerías si lo ves en una foto o en video?
–¿Tienes ese material?
–Trataré de conseguirlo, Perico. Mientras tú ayúdame con más datos. Si me autorizas te mando a un dibujante para que hagas el retrato hablado…
–No, no, no. No te compliques la vida ni me la compliques a mi, Juan. Vamos a tomar nuestras precauciones por aquello de que se trate de una campaña organizada por alguno de nuestros enemigos. Tú síguele por tu lado y si quieres platicamos en un mes. Ya veremos de qué cuero salen más correas.
Mostrándose Perico como era, dio la media vuelta después de palmear con las dos manos los antebrazos de Hidalgo que hizo una mueca tratando de ocultar la frustración que le produjo el poco o nulo avance en la investigación. Prácticamente quedó en las mismas aunque con el agregado de que uno de los asaltados tenía características parecidas a las de él, descripción que no lo ayudaba ya que en una ciudad de más de doce millones de habitantes había miles con sus rasgos, sobre todo los enfermos terminales.
“¿Enfermos terminales…?”, pensó al subir a su auto para regresar a su departamento donde lo esperaba una suculenta cena preparada por su amiga preferida. “Es una interesante línea de investigación”, se dijo para tal y como le habían inculcado sus maestros, indagar todas las posibilidades y no dejar ningún cabo suelto.