La brigada terminal (Capítulo 13) El salvador

Réplica y Contrarréplica
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

El salvador

Capítulo 13  

 

–Buenas tardes doctor. Estoy ávido por saber el resultado de la autopsia –dijo Juan Hidalgo al médico forense–: ¿encontró usted algo interesante?

         –Lo único que encontré fueron restos de masa encefálica que no me dijeron nada. La bala destruyó todo; era expansiva…

         –¿Alguna enfermedad o algo que muestre la existencia de daño cerebral?

         –Nada revelador, señor agente. Como ya se lo dije, el daño ocasionado por el proyectil fue terrible. Vea usted estos pedazos de cráneo –dijo el forense mostrándole a Juan varias fracciones de hueso–. Si le gusta armar rompecabezas se los regalo –agregó sonriente–, es para lo único que sirven; bueno también podríamos obtener el ADN, ¿le interesa?

         –No, gracias –respondió escueto Juan dejando ver su molestia por la burla del médico–; de cualquier manera si sabe usted algo que sirva a la investigación hágame favor de informármelo.

         Hidalgo se retiró del “frigorífico” como él lo llamaba. Y no obstante haber ido muchas de veces, todavía no se acostumbraba al olor a muerto, incomodidad que se exacerbaba cuando aparecía el médico legista cuya quijada de pelícano y sus cavidades oculares hundidas le daban el toque siniestro al lugar. Ya dentro de su automóvil repitió la frase que siempre decía después de su visita obligada al “frigorífico”: “Espero que esta sea la última vez que vengo… vivo”.

Ibarguengoitia se había pasado la mañana pegado al teléfono de su laboratorio. Estaba atento a los efectos de la bacteria. El seguimiento lo hizo a través de varios de sus alumnos que se especializaron en toxicología; les pidió que lo llamaran para mantenerlo al tanto de la “extraña enfermedad” con visos de epidemia debido al número de casos aparecidos en el norte del Distrito Federal.

–Se trata de una extraña bacteria, maestro –le comunicó el coordinador del Centro Nacional de Enfermedades Contagiosas–. Ojalá tenga usted la forma de ayudarnos a descubrir el origen de este bicho que al parecer es inmune a los antibióticos conocidos. Provoca efectos muy raros como el que se manifestó en la cara de los contagiados: en cinco de los casos aparecieron erupciones extrañas similares a una quemada o a varios piquetes de abeja o a un herpes…

–¿Hay decesos? –interrumpió Rafael.

No. Hasta hoy no tenemos ninguno registrado; sin embargo, el patrón de la intoxicación tiene similitudes con el caso que usted nos mostró en una de sus conferencias.  Y aunque la bacteria parece no tener capacidad para reproducirse, sus efectos iniciales la presentan como mortal. No se me olvida, maestro, el ejemplo que usted nos mostró cuando se publicó la foto del presidente de Ucrania. E  igual como le ocurrió a esa persona, la información del médico forense establece que no hay órganos dañados y que los únicos síntomas son la erupción en la piel del rostro y las convulsiones frecuentes...

Antes de que le hicieran una pregunta comprometedora, Ibarbuengoitia improvisó para distraer al interlocutor que en cualquier momento podría intuir que Rafael sabía más de lo que aparentaba:

–Hace dos años me enteré que un grupo centroamericano estaba haciendo pruebas con ese tipo de bacterias. Incluso, y lo que le voy a decir no lo repita por favor porque podría comprometerse, el Pentágono tomó cartas sobre el asunto. Después supe que alguien de aquel grupo murió envenenado. Con estos antecedentes que funcionan como alertas, estamos obligados a poner toda nuestra ciencia para encontrar el antídoto a esa especie de veneno, y hacerlo sin  aspavientos ni indiscreciones. Tome nota doctor que puede haber otros casos y consecuencias muy desagradables debido al manoseo natural que, usted bien lo sabe bien, echan a perder cualquier trabajo, sobre todo el nuestro…

–Tiene usted razón, doctor –dijo el coordinador–, hablaré del asunto con mis compañeros de equipo y mañana le vuelvo a llamar para mantenerlo informado…

–Gracias compañero. Y si le puedo ayudar en otra cosa dígamelo. Estoy a sus órdenes... Oiga, a propósito, ¿podría conseguir la dirección de los enfermos? Me interesa visitarlos para observar su comportamiento y checar los medicamentos que les administran…

–Cuente con ello, doctor; se los paso los datos en cuanto los tenga a la mano. Y a más tardar en 24 horas lo pongo al día…

Ibarbuengoitia hizo el recorrido médico que había pensado antes de recibir la llamada del jefe de investigadores del Centro Nacional de Enfermedades Contagiosas. Casi todos los domicilios enlistados se encontraban ubicados en la zona de Peralvillo. Tres de los contagiados parecían estar a punto de morir; otros todavía presentaban las convulsiones que provocaba la bacteria alojada en el cerebro. En cada una de las casas que visitó lo recibieron con el entusiasmo que despierta la esperanza. Y después del “Que bueno que vino doctor”, Rafael revisaba al paciente para al final tomarle una muestra de sangre. Antes de retirarse hablaba con los familiares del enfermo y les daba un medicamento indicándoles la dosis y el horario de las tomas. –Observen a su enfermito y cuando mejore llámenme a este número –les decía al entregarles la receta. La erupción en la piel –agregaba con seguridad doctoral– también desaparecerá más o menos en una semana. Así que no se preocupen porque su familiar se va a recuperar.

         La última de las vistas trascurrió como todas, excepto que ahí estaba Juan Hidalgo. “Me parece conocer a esta persona –pensó al ver al investigador–, es una cara que se me hace muy familiar. No sé. Mejor me quedo callado”. A Juan se le ocurrió lo mismo pero él si le preguntó: –¿Nos conocemos, doctor?

         –No que yo sepa, señor…

         –Me llamo Juan Hidalgo y soy amigo de la familia de su paciente. ¿En serio no recuerda dónde nos conocimos?

         –No señor Hidalgo. Seguramente me confunde. Y no es mi paciente, sólo vengo a tomar una muestra para el Centro Nacional de Enfermedades Contagiosas…

         –¡Ya sé! –dijo Juan sin haber escuchado la justificación de Rafael–, lo recuerdo porque hace varias semanas caminaba usted con el señor Simón Rocafuerte en una de las calles de Polanco. ¿Conoce usted a Rocafuerte, verdad?

         –¡Claro que lo conozco! –dijo Rafael–. Es uno de mis financieros en la investigación médica. Todo un caballero y además un buen mecenas. Mire usted la casualidad: gracias a él podrá curarse este pobre hombre. Perdone pero me tengo que retirar. Ya sabe usted cómo somos los médicos…

         Ibarbuengoitia dio la media vuelta y sin escuchar las últimas frases de Juan se despidió de la señora de la casa: “Aquí le dejo el número de mi teléfono. Hábleme cuando mejore su familiar”, fue la frase final de la comprometida y última de sus visitas…

         Una vez en el auto dejó escapar el suspiro de satisfacción que le produjo cada una de las visitas. “En efecto, se van a aliviar –musitó para sí–, pero la huella de la enfermedad quedará marcada en su rostro como si fuese la identificación del club de criminales al que pertenece”.

         –¿Está bien, doctor? –le preguntó el chofer.

         –Sí, sí, gracias chatito. Vamos hacia la casa de Simón Rocafuerte…

 Alejandro C. Manjarrez