El poder de la sotana (La confesión del cura)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 40

La confesión del cura

 

¿Es el hombre sólo un fallo de Dios,

o Dios sólo un fallo del hombre?

Friedrich Nietzsche

 

Portes Gil, Morones, Téllez, Pedro y el sacerdote Miguel Torres se encontraron en el Salón de los Gobelinos de la casa presidencial. La vestimenta color negro de los cinco contrastaba con el uniforme blanco de Álvarez. Éste se retiró unos instantes para informar a Calles que había quórum ya que estaban todos los convocados, además del clérigo Torres de Santa Cruz y Asbaje. Plutarco ingresó al salón y con una mueca correspondió al saludo de los invitados, expresión que Álvarez entendió como la venia esperada para iniciar la reunión.

—Señor Presidente: el sacerdote que por indicaciones suyas invité a esta reunión servirá de intérprete político-religioso con el clero de Estados Unidos —dijo a manera de presentación del “extraño”. Enseguida se dirigió a Morones y Portes Gil para agregar—: Por instrucciones de nuestro Jefe aquí presente, Miguel participará en las conversaciones con Coolidge siempre y cuando ocurra alguna protesta o queja organizada en aquel país por Mora y del Río. Torres es, señores, un hombre de total confianza a pesar de su juventud y filiación religiosa. Espero que en este caso —aclaró Álvarez con la sonrisa a flor de labio— también prevalezca en él lo que en su fe llaman secreto de confesión.

            —Tengo entendido que estaba muy cerca de Mora y del Río —intervino Calles con voz grave decidido a escudriñar las reacciones del clérigo.

            —Así es, señor Presidente, era mi obligación como miembro de la Iglesia católica. Pero ello no me impidió razonar y darme cuenta que monseñor había enfermado. A ese mal atribuyo sus desaciertos. Quise mediar pero no pude hacerlo debido al sistema y a la obediencia que impone mi religión. Como le consta al capitán Pedro del Campo; creo que también al general Álvarez, mi empeño se centró en tratar de evitar los daños que todos hemos padecido. Pude lograr el equilibrio entre mis deberes religiosos y civiles…

            Mientras lo escuchaba, Calles recorrió los rostros de cada uno de los asistentes. Quería ver en ellos el impacto causado por la presencia de Miguel. Portes Gil no movió un músculo de la cara ni del cuerpo: “Parece un ídolo olmeca”, pensó el presidente. Manuel Téllez jugaba nervioso el lápiz que tenía en sus manos mientras mantenía la vista fija en los papeles que había puesto sobre las piernas. Morones mantuvo su sonrisa de líder obrero socarrón. Álvarez, que parecía disfrutar el momento que formaba parte de su estrategia, notó en la cara de Pedro el extraño brillo que provoca el sudor nervioso.

            “(…) Mis obligaciones no sufrieron mella en esa que para muchos hubiese sido una lucha de valores —prosiguió Miguel—. Lo único que lamento, señor Presidente, es no haber podido evitar el fanatismo que tanto daña a mi religión, expresión que por irracional ya produjo muchas muertes. Y digo irracional porque la guerra no tiene nada que ver con la doctrina de Cristo; la guerra, sea cual fuere su origen, es una manifestación de pobreza espiritual…”

            —Coincido en parte con Usted, amigo sacerdote —condescendió Calles con su común adustez republicana—; en los hombres que conforman la estructura de la Iglesia abunda la miseria espiritual, o mejor dicho el desconocimiento de la filosofía del cristianismo, como Usted lo acaba de mencionar. Pero eso corresponde a su intimidad Miguel. Lo que viene ahora para bien o para mal afectará, depende cómo nos vaya en la feria, el futuro de México, porvenir en el que hoy se ha involucrado, supongo que con la intención de mejorar las condiciones de la Iglesia. —Plutarco hizo una pausa para tomar un sorbo de agua dándose tiempo para pensar sus siguientes palabras—. Como considero que es un hombre inteligente sobra decir todo lo que hay detrás de estas acciones. Sólo tome nota que mis amigos y yo esperamos su lealtad a la causa. También su discreción, que es una de las exigencias que aceptó al involucrarse con la filosofía del Estado mexicano. Como Usted y sus compañeros curas acostumbran rubricar sus consejos, ahora a mí me toca dárselo con el sentido laico que obliga mi investidura. —Calles se detuvo para beber un poco de líquido, miró al cura a través del vaso y soltó con el énfasis del poder presidencial—: que el espíritu de la República lo ilumine, Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje.

            Téllez, que parecía disfrutar el diálogo respondió a la instrucción visual de Calles: empezó a explicar cómo presentaría las pruebas del complot al presidente Coolidge. Hurgó en el expediente cuya carátula tenía escrito “Plan Green” y sin despegar la vista de los papeles mencionó la importancia de cada uno de los documentos. Calles lo había instruido para que informara al equipo la trascendencia de la acción que habrían de emprender. Se dio la coincidencia y todos sintieron que aportaban su “grano de arena”, como dijo Portes Gil; sin embargo, aún ignoraban la parte específica que por encargo del Presidente correspondió a cada uno de sus compañeros. El único que conocía los pormenores del plan era José Álvarez y, más tarde, cuando éste le entregó la documentación completa, el embajador Manuel Téllez.

Después de responder a Calles, Miguel se ausentó de la conversación. Pensó en la plática entre el arzobispo Mora y del Río y el Provincial de la Compañía de Jesús. Recordó lo que el jesuita dijo a su pastor al hablar de la fe y las obligaciones del sacerdote: “El barroquismo de los templos nos impide ver más allá de las imágenes de los santos, Padre. Somos deslumbrados por el oro que hace brillar los motivos religiosos incrustados en los muros, las murallas construidas para que la curiosidad del intelecto se pierda entre esos primeros impactos visuales. Las cosas del César, mundanas de origen, nada tienen que ver con la fe en nuestro Señor. Lo celestial es ajeno al orden terrenal y al poder temporal del animal político, como Aristóteles definió al Ser humano…”

Mientras que el resto del equipo definía la estrategia diplomática, Miguel seguía metido en sus disquisiciones:

“Si Mora y del Río hubiera entendido esta diferencia religiosa —se dijo apesadumbrado—, no estaríamos lamentándonos del estúpido fanatismo que ha ocasionado tantas muertes y tanto sufrimiento. Ni tampoco enfrentándonos al riesgo de perder nuestra identidad debido a las ambiciones expansionistas y comerciales de los norteamericanos. A esa tozudez religiosa debemos el atraso social de México. Quisiera gritárselo a mis hermanos.”

—Espero que lo que acaba de escuchar y ver sea el equivalente, como lo mencionó Álvarez, a un secreto de confesión sin los olores del incienso —sentenció Calles sorprendiendo a Miguel que seguía ensimismado en sus reflexiones.

—Así lo haré, señor Presidente —respondió el sacerdote con el impacto del asombro pegado en su cara—. Y si de algo sirve pido a Usted que acepte las disculpas de mis hermanos que piensan como yo (ignoro cuántos sean), los cuales por disciplina contuvieron sus gritos de protesta contra la necedad, casi medieval, de monseñor Mora.

Calles peló los ojos porque era la primera vez que escuchaba lo que parecía un acto de contrición en voz de un cura. Carraspeó. Volvió a fijar la vista en los ojos en Miguel Torres y le dijo:

—En lo personal acepto la suya. Pero como presidente trataré de que la historia recrimine el oscurantismo que envolvió a la jerarquía católica que cree que las leyes, la Constitución en específico, son obra del diablo. El saldo, los daños finales de esta controversia provocada por la estupidez del clero político, serán notables cuando las próximas generaciones volteen hacia atrás. Así que compórtese como un buen mexicano; colabore con la comisión que viajará a Estados Unidos. Esto cuando el embajador Téllez se lo solicite.

El “sí Señor” fue la escueta respuesta de Miguel.

La complaciente expresión de Pedro, el aval al amigo que, como en la masonería, acababa de recibir los arreos de la patria.

Mudo por las sorpresas de la reunión, Morones se movió de su asiento y sin darse cuenta colocó uno de los brazos sobre el teclado del piano de Carlota, el mismo que tocó la entonces niña Angélica Morales para con su genio musical sorprender al presidente Álvaro Obregón. El golpe produjo un sonido grave y sostenido; sin embargo, el líder obrero nunca cayó en cuenta que su codo provocaba ese acorde disonante.

Los fantasmas de Carlota y Maximiliano ya no estaban en el Salón de los Gobelinos del Castillo de Chapultepec. Pero gracias a la resonancia del piano, sus lugares parecían haber sido ocupados por el ánima rebelde de Mora y del Río.

Alejandro C. Manjarrez