Capítulo 56
El incendio de los Cirios
Con el espíritu sucede lo mismo que con el estómago:
sólo puede confiársele aquello que pueda digerir.
Winston Churchill
Obregón vivía sus últimos días. Juana Osorno y sus seguidores tenían preparado el crimen que, decían, “salvará a la religión católica”. La monja y su pupilo León se veían a hurtadillas frente al altar del templo de La Conchita. Allí rezaban y planeaban, rezaban y practicaban, rezaban y comían, rezaban y rezaban. “Dios tendrá que ser misericordioso con nosotros, los guardianes de la fe católica”, argumentó la heredera del liderazgo y fanatismo religioso de Concepción Torres, la monja mentalmente perturbada, hermana de Miguel, otrora dolor de cabeza del sacerdote cómplice del gobierno.
—León: ha llegado el momento de confiarte la otra fase de la estrategia que nos legó nuestra bien aventurada Concepción —dijo la monja.
—Soy todo oídos Madre —respondió su seguidor.
—No serás el único que cumplirá con su deber divino. Habrá otros hermanos, quizá uno o dos, no lo sé. Ellos se encargarán de que cumplan con éxito la misión que te ha encomendado la Divina Providencia. Recuerda que el nagual debe morir, no quedar herido. ¿Me entiendes? Ése será la labor de las personas que te apoyarán.
— ¿Acaso los conozco, Hermana?
—No. Yo tampoco los conozco Hijo.
— ¿Y entonces cómo sabrán el día, la hora, el lugar?
—Nuestro Obispo tiene la información. Él si los conoce. Es su confidente y confesor.
León ignoraba muchas cosas de la Biblia, entre ellas la alerta a los cristianos sobre el efecto nocivo de las falsas interpretaciones. Pero Juana no porque leía con avidez el Viejo Testamento y también el Nuevo: repasaba y memorizaba cada palabra y cada frase. Estaba de acuerdo con la crueldad de algunos de sus mensajes porque estos eran la palabra de Dios. Hurgaba en las entrelíneas que, según ella, alejaban a los ignorantes de lo que podría mal interpretarse. Cuando encontraba algún mensaje que contrastaba con su peculiar forma de descifrar la Biblia, lo omitía para evitar remordimientos. Así lo hizo con la segunda carta de San Pedro y por ende con su advertencia: “Sépanlo bien: nadie puede interpretar a su gusto una profecía de la Escritura porque ninguna profecía proviene de una decisión humana, sino que los hombres de Dios hablaron movidos por el Espíritu Santo” (2 Pe. 1,20).
“San Pedro —se justificaba Juana— sólo puso barreras a los hombres porque ellos no tienen la capacidad para discernir con el valor que obliga la interpretación marginal. La mente femenina, la creadora de la vida humana, debe ser ajena a mensajes como el del fundador de la Iglesia: no es destinataria porque las mujeres somos el brazo justiciero de Dios, los seres dispuestos al sacrificio si con él se mantienen vivas sus enseñanzas. La entrega a la muerte de las dieciséis carmelitas de Compiègne, es una de tantas demostraciones de la superioridad religiosa femenina.”
La monja sintió un leve mareo; cerró los ojos y con un dejo de remordimiento musitó parte de la segunda Epístola de San Pedro: “Pero nuestra fe se sustenta ‘en la gracia y sabiduría de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador. A Él sea la gloria, ahora y por siempre’”.
Cuando León se despidió de Juana lo hizo molesto consigo mismo porque no se atrevió a preguntar el nombre del “confesor” que, supuso, podría ser el estratega que primero condujo los pasos de la madre Conchita y después los de Juana, su sucesora. “Si atrás de los Siete Cirios está un obispo —razonó para paliar su frustración—, es porque la luz eterna nos iluminará hasta que estemos al lado del Señor.”
Pragmatismo femenino
Después de recibir un segundo golpe contra su ánimo, Pedro del Campo quería salir del remolino que provocaron los inesperados acontecimientos que parecían hundirlo. Primero fue la venganza contra su jefe, sujeto a un proceso penal, y después la decisión de Imelda que, le dijo, había aceptado la herencia de su ancestro, circunstancia que la alejaría de él, tal vez para siempre. “Si esto es el poder con el cual soñé desde que mi General me invitó a asistirlo —refunfuñó—, lo demás es la mierda que se pudre en el fondo de las letrinas. He movido los hilos de la política del Estado y ahora, heme aquí, como un pobre diablo, como un estúpido Arlequín que espera su turno para que alguien lo tunda a palos, como la víctima idónea de los excesos del poder político. Y por si fuera poco, con la responsabilidad de cuidar a mi pequeña hija Leonora”.
El capitán Del Campo no tenía ánimo ni siquiera para revisar su correspondencia que incluía los últimos informes de Inteligencia Militar. Los miraba una y otra vez pero no se decidía a abrir los sobres lacrados con el sello de la confidencialidad. “¿Qué dirán? ¿Mentiras, infundios, chismes? ¿Valdrá la pena abrirlos? ¿Y qué, a quién se los doy, al cabrón de Cruz, al conspirador Castañeda, al confundido Presidente? ¿Los rompo? ¿Y si hay algún dato que beneficie a mi general Álvarez?”
Así estuvo durante una hora. Veía las cubiertas sin verlas. Pasaba sus dedos sobre el sello de lacre color sepia. Trataba de adivinar lo que decían las notas y los informes que deberían estar redactados con la veracidad y el cuidado gramatical que él exigía e incluso había enseñado a sus colaboradores. Recordó las palabras de su jefe: “No debes buscar a los culpables porque por ahora son ellos los que tienen el poder”. En el momento en que se iba a retirar sonó el timbre del teléfono. Levantó el auricular y con voz cansada, aburrida, contestó con el acostumbrado: “Torres al habla.”
—Capitán —dijo el teniente que actuaba como su mano derecha—, dejé junto con los reportes un sobre que contiene información sobre la cantante, su amiga. Si no lo ha leído, hágalo porque es importante. Se va a sorprender.
Pedro sintió que el estómago se le contraía como si el mal presagio se lo succionara por el esófago y el colon al mismo tiempo. Buscó el sobre respectivo. Lo palpó. Después de imaginar varias posibilidades, fiel a su costumbre, decidió usar su cuchillo de obsidiana para cortar uno de los bordes. Lo que leyó le hizo llevarse las manos a la cabeza y expresar un sonoro: ¡Me lleva la chingada!
Lejos de la ciudad capital, en el Golfo de México, Imelda había iniciado su viaje en el vapor que la llevaría al viejo mundo. Desde la cubierta observó la costa de Veracruz que en 1914 habían visto los almirantes Henry T. Mayo y Frank Friday Fletcher, la misma que antes, en 1847, admiraron el comodoro Conner y el general Winfield Scott. La vio como la miraron aquellos invasores: una tierra pródiga. Entonces su mente musical le atrajo el recuerdo de Luisa Miller, el personaje de Verdi que alguna vez interpretó, la mujer que, según la trama de la ópera, murió envenenada por ser amorosa, cándida y sincera. Acarició la misiva que prefirió no entregar a Pedro; se dijo tratando de justificar ésa y otras decisiones: “No tengo por qué repetir la historia de Luisa”. Rompió la carta y echó los pedazos de papel al mar. Ya había dejado una nota explicándole a Del Campo los motivos de su viaje no programado. “La niña se quedó en casa de las tías mientras estoy de viaje”, escribió antes de anotar: “Te extrañaré aunque no lo creas”.
Imelda se sentó en uno de los camastros para con los ojos cerrados recordar los momentos felices con Pedro del Campo. No pudo hacerlo porque tenía que leer los documentos que le había entregado el “compañero” de Justiniano, poco antes de que ella subiera al barco. “A mí no me sirven estos papeles de Jus, querida Señorita —le dijo el joven sin más protocolo que una reverencia de respeto—. Usted es la persona indicada para conservarlos o destruirlos, según lo decida. Donde se encuentre, nuestro mutuo amigo estará contento con mi decisión. Dios la acompañe y la proteja, señorita Imelda”.
La soprano revisó los papeles y del legajo sacó dos hojas que le llamaron la atención por el encabezado que estaba escrito con la caligrafía de su amigo filipino:
Lo que vi en mi viaje a México
(Apuntes para la historia de un filipino en México)
La labor de los fanáticos católicos y de los come curas también fanáticos, fue lo que produjo el baño de sangre que enrojeció las dos terceras partes del territorio mexicano. El movimiento que había empezado en los juzgados se trasladó a las ligas religiosas, a los púlpitos de utilería, a las sementeras. Ahí, en medio de milpas, hortalizas, huertas o envueltos con el polvo de la aridez, fue donde los jefes católicos sembraron la semilla del odio religioso. Para ellos el “bolchevique” Calles y sus “súbditos” eran enemigos de Dios. De las palabras de conciliación y las cartas pastorales de reclamo, se pasó a las armas, a las asonadas, al asalto de trenes y emboscadas. El grito de “¡Viva Cristo rey!” llenó el espacio donde se entronizó la violencia, soflama que minimizada por el canto de la naturaleza trastocó el “alma nacional”. (El filósofo mexicano Alfonso Reyes fue quien definió así, como alma nacional, el sincretismo mexicano que produjo la amalgama espiritual de Quetzalcóatl con la virgencita de Guadalupe). La arenga guerrera se había escuchado por primera vez en la Catedral el día en que se proclamó el reinado temporal de Cristo en México. Después el Papa Pío xi la hizo suya para establecer la Fiesta de Cristo Rey, justo poco antes de estallar la “La Cristiada”.
El número de bajas en ambos bandos rompió cualquier posibilidad de arreglo. Las fuerzas del gobierno respondieron apoyándose en la experiencia de los generales que participaron en el largo proceso armado que siguió al levantamiento de Madero, antecedentes que incluían, según cuentan los historiadores, al millón de muertos que cobró la Revolución de 1910. La muerte tuvo la oportunidad de aplastar la esperanza que, lo percibí, acababa de renacer en los hogares donde escépticos y católicos elevaron sus oraciones para pedir que México viviera ya en “santa paz”. La “huesuda”, como llaman los mexicanos a la muerte, parecía haberse puesto la sotana del arzobispo Mora y del Río, cuyo empeño en desconocer la Carta Magna lo enfrentó al gobierno. Meses después el Episcopado Mexicano autorizado por la Santa Sede, envió el 25 de julio una carta colectiva a los fieles de la República, en la cual ordenaba el cierre de todos los templos a partir del 31 de julio de 1926 y suspendía todo culto religioso en protesta de la “Ley Calles”. La causa principal: el inventario de los bienes de los templos decretado por el gobierno callista.
Con el pretexto de impedir la reglamentación del artículo 27 hubo algunos escarceos entre el clero, el gobierno estadunidense y los dueños de las compañías petroleras. Pretendían obtener apoyo táctico y bélico pero no pudieron debido, principalmente, al embargo de armas decretado en el gobierno que representa Sheffield. Pero a pesar de la requisa, el cielo de México adquirió el tono negruzco que produce el humo de la pólvora, salga éste del arma que salga: moderna o vetusta, bendita o maldita.
Supe por uno de los militares que trabajaba en el área de inteligencia norteamericana, o sea muy cerca del Embajador, que en los estados de Oaxaca, Guerrero, México, Querétaro, Michoacán, Guanajuato, Colima, Zacatecas, Puebla, Aguascalientes, Durango, Tamaulipas y Jalisco, fueron y son muy importantes los nombres de Carlos Blanco, el güero Mónico, el general Barajas, Sixto Contreras, Jesús Medina, el padre Flores, Victoriano Ramírez, alias “El Catorce”, Reyes Vega, Anacleto González Flores, Miguel Gómez Loza y otros muchos feligreses y curas que la muerte convirtió en héroes primero, mismos que después, si los matan, estoy seguro que para la Iglesia católica serán mártires.
El olor a incienso fue insuficiente para atemperar el tufo de la carroña y de los gusanos en que se han convertido los miles de mexicanos que hasta hoy han muerto, católicos unos y los otros liberales partidarios del gobierno constitucional. La prematura y lamentable metamorfosis…
“Justiniano no debió morir —pensó Imelda—. Tenía una misión que cumplir en beneficio de su añorada Filipinas. Hasta ahora, después de leerlo, he comprendido que mi país también formaba parte de sus planes
El confesor
Los templos abrieron sus puertas debido al trabajo diplomático del embajador Dwight Whitney Morrow. Gobierno y legación lograron que la vida religiosa volviera a la normalidad. Pero en algunas partes del país siguieron manifestándose brotes de la violencia que enmarcó los tiempos de la Guerra Cristera, etapa conducida por los tozudos ultra fanáticos empeñados en pintar con sangre su camino al cielo.
México empezaba a recobrar la calma. La plaza de Coyoacán era el ejemplo de cómo la tranquilidad pueblerina animaba a la gente: niños juguetones en el atrio de la parroquia de San Juan Bautista. Mujeres y hombres conmovidos y arrepentidos frente al altar. Vendedores de imágenes religiosas disputándole los clientes a la tamalera y al taquero. Las parejas en pleno arrumaco amoroso. El gendarme coqueteando con la nana del niño rico. Y el fotógrafo de vanguardia “robándole el alma” con su Leica a quien quería grabar el recuerdo de ese día. Eso pasaba en la calle.
Dentro de la iglesia estaban dos extraños individuos que se acercaron cautelosos al confesionario, uno a prudente distancia del otro. La expresión de ambos los mostró portadores de un conflicto existencial grave. Sus ojos recorrían nerviosos todos los rincones del templo. La palidez en sus rostros parecía consecuencia del sufrimiento que cuando perdura profundiza los surcos del cutis. Cualquier persona acostumbrada a observar esos detalles se habría dado cuenta que los dos provenían del mismo útero.
En alguna de las capillas esperaba León hincado frente a un hermoso retablo del siglo xvii. Cuando los vio de inmediato supo que eran los hombres que debía contactar. Cauteloso caminó hacia ellos. Antes de abordarlos hizo un alto frente al Santísimo para persignarse e inclinar la cabeza en señal de respeto. “Hermanos, ¿a quién le toca la confesión?”, preguntó discreto para confirmar si esos hombres eran los que buscaba. “A Usted —respondió el más alto y delgado de ellos—. Tendrá el privilegio de escuchar las palabras de Dios después de confesarse a nombre de los Siete Cirios”. León sólo asintió complacido con la respuesta. Ya no dijo nada. Discretamente caminó rumbo al confesionario. Se hincó justo cuando se recorría la pequeña cortina. Atisbó y pudo identificar al sacerdote. Por el viejo y marchito rostro que surgió de la penumbra, supo que era uno de los obispos de la curia. Lo confirmó al ver en sus huesudas manos el enorme rosario que colgaba enrollado de su refulgente añillo episcopal. “Es él —se dijo—, el Señor Obispo coadjutor”.
— ¿Te vas a confesar, hijo de Dios? —preguntó el cura esparciendo la fetidez de su aliento, reflejo de una digestión dañina. La media sonrisa que le regaló a Toral fue suficiente para dejar expuesta su deteriorada dentadura—. Te escucho hijo —concedió.
—Padre: me confieso en nombre de los Siete Cirios…
El clérigo cerró sus ojos como si rezara en silencio. Respiraba con dificultad. El mutismo duró dos minutos hasta que aspiró una bocanada de oxígeno y sin mirar al pecador le dijo:
—El día marcado por Dios será el próximo 17 de julio. Es la fecha que escogió la madre Concepción Osorno. También se la conoce como Juana. Si tienes alguna duda búscala. Si aún no te la ha dado, pídele la clave para ingresar al reino de los cielos. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...
El “gracias Padre” rubricó la “confesión”. León se retiró y su lugar fue ocupado por el feligrés que representaba al grupo que adoptó el nombre “Rosalie Evans” para, dijeron sus fundadores, recordar a la mujer que había enfrentado al gobierno obregonista en defensa legal de la posesión de San Pedro Coxtocan, hacienda ubicada en las inmediaciones de la ciudad de Puebla. Su actitud justa para los gobiernos extranjeros pero absurda para el de México, provocó que la mujer fuera asesinada en un asalto simulado. Por ese crimen su nombre y causa trascendieron al mundo debido a que antes de morir, la viuda señaló a Obregón como instigador de lo que ella llamó el despojo de sus bienes: declaró a los periódicos de la época que el Presidente había utilizado a los agraristas para quitarle la propiedad comprada por su esposo con “todas las de la ley” habiéndola restaurado y modernizado con el fin de hacerla habitable y altamente productiva.
—Por fin hermanos; le ha llegado la hora al Manco —dijo el hombre de apellido Caden, hermano de Rosalie—. Ya tenemos la fecha. Sólo falta que Juana nos diga el lugar y la hora donde va a proyectarse el haz de luz celestial que mandará a Obregón al infierno.
León se quedó callado. Los Caden lo abrazaron y al unísono le dijeron: “Que el Señor, nuestro aliado, esté contigo, con nosotros”.