El poder de la sotana (La nueva rica)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 58

La nueva rica

Ponme como sello sobre tu corazón...

Pues fuerte es el amor como la muerte.

Cantar de los Cantares (8, 6)

 

La herencia permitió a Imelda Santiesteban incursionar en el mundo del arte, afición que pasó a ser una de sus actividades más lucrativas. Gracias a ello y a la orientación de los expertos, la soprano aprendió a reconocer que el valor real de la pintura y la escultura dependía de la oferta y demanda a cargo de los coleccionistas. También supo cómo descifrar las palabras que los críticos dedicaban al pintor o escultor y desde luego a la obra, opiniones que para bien o para mal afectaban su precio de venta y reventa en el mercado del arte. Y lo más difícil: encontró la fórmula para distinguir entre el gusto estético y el impacto e importancia que el arte tenía para la cultura. Todo ello más su solvencia financiera y las amistades que hizo en este mundo, la convirtieron en una compradora con “suerte y buen gusto”: impulsiva, decía ella.

El clima humano de París donde pasó meses mientras que el abogado Taylor ponía en orden la herencia y al corriente las propiedades que recibiría en Londres, Suiza y Canadá, Imelda Santiesteban “adquirió el virus” de la enfermedad del coleccionista. Lo llevó consigo a uno de los departamentos del edificio ubicado en la calle de Tubigo, justo frente a la casona de mediados del siglo xix en cuyo ángulo el arquitecto construyó la enorme escultura de una mujer. La gente llamaba a esa figura el “Genio de la pasamanería”, deidad que cada mañana aparecía en cuanto ella o su madre abrían las persianas del legado de Poinsett.

El frío invernal mantenía a los parisinos pegados al fogón de sus casas. Imelda y su madre no fueron la excepción. La diferencia es que una cantaba arias de distintas óperas mientras que la otra tocaba el piano para acompañarla. Sin habérselo propuesto las dos colaboraban para sacar del aburrimiento a los moradores del vecindario.

Un día de Dios, como decía mamá Imelda, la rutina fue rota por el abogado Arthur Taylor. Éste llegó al departamento blandiendo su flemática ortodoxia, actitud que contrastó con la parsimonia invernal de la casa de las Santiesteban:

— ¡Imeldas! ¡Heme aquí como el porteador de la mochila egipcia! Lleno de adornos… y mensajes.

La inesperada visita y los súbitos comentarios dejaron mudas a las dos mujeres. Para ambas el señor Taylor debería estar en Londres o en Canadá o en Suiza, no en París. Arthur percibió la sorpresa y bajó la intensidad de su alegre estridencia.

—Perdón por el desentono, señoras. El entusiasmo que me causa el volver a verlas se impuso sobre la prudencia y el decoro. Desde que subí al barco deseaba este momento para compartir con ustedes el gusto que me produjo el haber cumplido los deseos de un hombre que dejó sus bienes a su descendencia mexicana, a sus parientes directos que, según lo instruyó, deberíamos encontrar cuando él cumpliera el siglo de muerto…

Ante el silencio como respuesta el abogado tomó aire y siguió con su perorata.

—Pero esa historia ya se la saben. Lo que no imaginan es el trabajo que implicó seguir la pista del apellido Aguayo. Gracias a que la buena ventura nos favoreció, las hallé después de sortear los problemas derivados del que ustedes no lleven el apellido Aguayo. Bueno pero…

—Como acaba de decirlo, Usted ya nos platicó esa historia, míster Taylor —lo paró la cantante—. Así que le ruego que vaya al grano…

El abogado arqueó las cejas para rubricar su molestia por la inesperada respuesta de la mujer. No le gustó ser interrumpido; sin embargo, se mantuvo sonriente, expresión que parecía reflejar su siempre pulcra vestimenta todavía decorada con algunos copos de nieve a punto de derretirse. Aspiró una bocanada del aire templado por el fuego de la chimenea para enseguida, sin abandonar su estilo londinense, decir parsimonioso:

—Ustedes ya son ricas. No volverán a sufrir de privaciones. Eso se lo deben a su ascendiente Poinsett. Por ello, de acuerdo con el contrato que firmaron nuestros antepasados, el de ustedes y los míos, me refiero al legador y sus abogados generacionales, debo decir algo muy importante: la condición más difícil, la que usted Imelda ya cumplió quizá sin darse cuenta, es que el o los herederos tenían que haber colaborado con el gobierno de Estados Unidos. De otra forma hubiesen sido descalificadas. —Taylor hizo un estratégico silencio para de inmediato enfatizar—. Esto nos lleva la segunda petición de su pariente: que aquel gobierno, o sea el estadounidense, la reciba con los brazos abiertos. La idea es que a través de Usted se le rinda un homenaje al hombre que permitió que Norteamérica creciera hacia el sur. Fue otro de los deseos del señor Poinsett, el enunciativo, reconocimiento que todos los seres humanos anhelamos y que él sin duda se merece…

Imelda estaba desconcentrada. Aún no quería aceptar que en sus venas corrieran los genes del extranjero más controvertido del México de los albores del siglo xix. Se enteró de algunas de sus cuitas gracias a que Leonora le había escrito sobre su vida comentándole entusiasta cada uno de sus descubrimientos; lo hizo en la misiva encubierta bajo el sello “Asunto diplomático”: su amiga explicó los pormenores de sus indagaciones sobre la vida y obra del que fuera el primer embajador de Estados Unidos en México. Pero aquel entusiasmo expresado por Leonora, no pudo cambiar la apreciación de Imelda: la cantante conservó el recelo hacia los extranjeros que dañaron a México, entre ellos a Poinsett. Esto sin importar que el entonces enviado del gobierno de Estados Unidos cumpliera la misión que le había sido asignada.

Debido a esas razones, también de tipo genético, al enterarse de su parentesco, Imelda cayó presa de sentimientos contradictorios: por un lado empezaba a admirar la capacidad de amar de su antepasado halagándole el hecho de ser ella recipiendaria de ese amor; empero, por otra parte, le molestaba el trabajo del “gringo” no obstante que éste obedeciera las órdenes de su gobierno, instrucciones consistentes en manipular a los mexicanos para provocar las luchas políticas que al final de cuentas les hicieron perder el control del territorio y, en consecuencia, después de la bien preparada guerra de 1847, los estados del norte. Con esos sentimientos y recuerdos entreverados, Imelda sólo alcanzó a sonreír antes de contestar:

—Todo está bien, menos lo del homenaje… Tengo contratos qué cumplir acá en Europa —mintió—. Respecto a que he colaborado con los norteamericanos, es obvio que se trata de una lamentable confusión. A menos de que el cantar en la embajada de Estados Unidos en México sea eso, colaboración. Pero es algo que no merece ningún reconocimiento como el que Usted menciona. Sólo soy artista. No hago política, míster Taylor. Y me pagan por mi arte no por mis antecedentes genéticos o por lo que estos pudieran representar.

—Lo que Usted quiera señorita. Yo ya acaté el mandato legal. El resto queda en las manos de los herederos de Poinsett, o sea en las suyas y en las de su señora Madre. Haré el informe correspondiente y el finiquito de la herencia cuyo borrador, que aquí traigo, necesita su rúbrica. —Arthur extrajo de su portafolio los papeles que entregó a Imelda—. Léalos y fírmelos para ratificar los términos pactados. Regresaré por ellos mañana. Y en unos días más nos reuniremos ante el juez para dar la forma jurídica al cumplimiento a las instrucciones de nuestro, permítame Usted la expresión, viejo e intemporal cliente. Es importante, estimada Señora —remarcó el abogado sin perder su fingido retozo—, que le solicite al embajador de México su venia para que sea testigo del protocolo notarial, bueno uno de ellos. Después vendrán otros, circunstancia que me anima porque tendré oportunidad de saludarla y volver a platicar con ustedes. Debo decirlo con el respeto a su condición de Gran Señora: podré sentir cómo reverbera su voz en mi corazón.

Imelda lo escuchó sin mover un músculo de la cara. Daba la impresión de ser una mujer fría. Así que antes de dar alas al abogado que había intentado seducirla a pesar de que éste sabía que su acartonamiento londinense no encajaba con el carácter latino de su cliente, la soprano decidió colocar una barrera a la estrategia amorosa que Taylor había empezado a mostrar.

—De acuerdo. Agradezco sus consejos Señor —dijo ella al tiempo que le tendía la mano para despedirse. —Lo único que yo espero es su eficiencia profesional. Que le vaya bien. Tenga usted un buen viaje. Avíseme por telegrama cuando deba firmar algún otro papel. Mañana mismo un propio le llevará estos que revisaré con cuidado haciéndoles las anotaciones que procedan. Cuando estén firmados se los haré llegar directamente a su hotel.

El estilo cortante de la soprano obligó a Taylor a responder con titubeos diciéndole que esperaría por los documentos. Sacó una tarjeta del portafolio y apuntó en ella la dirección del hotel donde se encontraba. Cesó la disonancia con la que había hecho su aparición. Acababa de darse cuenta de que el único interés que él despertaba en Imelda era el profesional. La frustración invadió su rostro. Serio y con voz calma repitió a su cliente el nombre del hotel. Le entregó la tarjeta y salió del departamento: llevaba el ego lastimado, el corazón roto y muerta la esperanza de establecer alguna relación sentimental con la bella y para él indiferente mexicana.

Alejandro C. Manjarrez