Nadie nos preparó para esto me queda claro, nadie nos dijo que el diablo no viene vestido de rojo con cuernos y cola; nadie nos dijo que la maldad más profunda viste de traje, huele bien, habla con elocuencia y es tremendamente embaucador con sus palabras y seductor con sus encantos...
Amo profundamente a mis padres, y mi papá no escatimó en generar una burbuja de cristal para que su pequeña reina (yo) no sufriera. Buscó en todo momento que nadie me lastimara, o lo menos posible; cuidó de mí en una armoniosa carrera de amor en conjunto con mi madre. Me enseñó a tener amor a Dios y a mis semejantes, a ayudar cuando pudiera hacerlo, a ser generosa y sobre todo educada. Intelectualmente sobrestimuló mis sentidos con tantos conocimientos como pudo e historias maravillosas, cargadas de fantasía. Mi vida estaba literalmente llena de magia y de color. En esta perfecta armonía crecí como una niña llena de amor y bien dispuesta a darlo de vuelta.
Pero cuando crecí, mi cuento de hadas se esfumó y me di cuenta que la realidad era completamente distinta. La primera vez que estuve fuera del cobijo de la casa paterna, me enfrenté literalmente a una jungla llena de aborígenes con lanzas que gritaban en unísono “yayayayayyaya”. Qué locura era todo, desde la multicolor universidad hasta el viaje estroboscópico del metro y otros exóticos transportes.
Me recuerdo tan inocente, tan, tan, tan falta de malicia, que por supuesto que hubiera cambiado miles de tonterías cometidas; pero como el tiempo no perdona, lo hecho hecho está. Lo que ahora asalta mis dudas es ver este mismo patrón en las mujeres violentadas a las que atiendo, porque vemos desde la victimología que la víctima es aquella pobre crucificada sin recursos; pero cuando me toca perfilarlas, me encuentro un escenario bien distinto. En primer lugar el agresor tiene generalmente una infancia infeliz, un antecedente importante de violencia doméstica, alcoholismo y/o drogadicción del padre, un hogar desintegrado, una mamá nulificada y una vida en directo en la jungla, sin recurso alguno. Por otra parte, la víctima es una persona que generalmente proviene de una familia integrada, con ambos padres, con una historia no muy distinta a la mía.
Esto no hace lógica, por qué el villano de la película es el débil y la víctima la fuerte. Al principio pensé que algo estaba mal en mis perfiles psicológicos; sin embargo, conforme los casos fueron multiplicándose, me di cuenta de lo distinto que es la dinámica del agresor y la víctima en la realidad. Y entendí que la violencia doméstica es una danza exótica, en donde el agresor es empoderado y de forma sutil invitado a violentar y la víctima, que no es tan débil como se pensaba. Me encontré entonces rodeada de mujeres valerosas que sacaban adelante a sus hijos, mujeres que venciendo sus miedos habían generado una fuente de ingresos de la nada, que habían olvidado de dónde venían y que nada, ningún trabajo les parecía humillante. Mujeres que aunque recibían semejantes tundas, se levantaban y veían por sus hijos. En esta vida no se puede estar medio embarazado, así que la primera realidad con la que me topé, es que la víctima es una mujer fuerte y trabajadora.
Además me di cuenta que el agresor está lleno de miedos y fantasmas, que agrede porque no conoce otra forma de relacionarse, que la víctima lo tomó por pensar que podría cambiar, que podría cuidarlo y hacerlo mejor persona “porque pobrecito tiene un gran potencial pero no era comprendido”. Lo que la víctima no acaba de ver es que no es que el agresor tenga un gran potencial, la realidad es que es un sobreviviente y como tal tiene reflejos de gato, su paranoia se encuentra desatada a todo lo que da y da respuestas rápidas como zarpazos, cosa que asombra a la víctima, pues su pacífico andar por la vida, para nada se parece a la maliciosa mente del agresor.
Es una locura pensar que la víctima elige al victimario por ser diferente a lo que conoce, por suponer que todo va a estar bien y sobre todo por saber por experiencia de vida que el mal no existe y que el bien triunfa sobre el mal. Lo sé, suena irrisorio, y sin embargo esto es lo que hay en miles de las historias en las que un agresor y una víctima están involucrados. Es entonces la víctima quien en su incredulidad se acerca demasiado al agresor, al intentar entender la raíz del conflicto del agresor que viene y va en oleadas de agresión y arrepentimiento. Todo lo que vive le sabe agridulce, de repente amargo y otras veces extraordinariamente dulce y cálido. Ve a su amado como un alma herida, atormentada, pero sobre todo rescatable.
Nadie nos preparó para esto me queda claro, nadie nos dijo que el diablo no viene vestido de rojo con cuernos y cola; nadie nos dijo que la maldad más profunda viste de traje, huele bien, habla con elocuencia y es tremendamente embaucador con sus palabras y seductor con sus encantos. Nadie nos dijo que la maldad ama la mentira, ama el colocarse en la postura del “pobrecito, el abandonado, el huerfanito”; en resumen, nadie nos enseñó a maliciar nuestros actos, a ver más allá de las apariencias y a entender que hay serpientes bipedestadas por todos lados.
Ante esta realidad, es la víctima quien azuza a su agresor, es la víctima quien es la fuerte de la historia, y es el agresor el débil, atormentado e infeliz que busca en su agresión un lugar en donde descansar. En esta torcida realidad, tampoco podemos generalizar a todos los casos pero yo me atrevería a decir que por lo menos a un ochenta por ciento de ellos. Esto no respeta edad, ni posición económica, ni escolaridad, ni nada de nada. Porque a veces pensamos que los aborígenes son aquellos que no son cultos, sin darnos cuenta que mientras más atención tengamos puesta en nuestro desarrollo mental, menos atención está centrada en lo emocional o espiritual. Así que claro que hay aborígenes con traje, aunque hablen bonito, salieron de las cavernas, pero las cavernas no salieron de ellos. Esto pasa hasta en las mejores familias; es increíble pero sucede por todos lados. Y la pregunta obligada ¿qué hacer? De forma preventiva, salir corriendo cuando alguien está aparentemente tan desprotegido o por el contrario tiene mamitis, tan dañino uno como el otro, porque mientras el desprotegido será abiertamente violento, el otro será agresivo por debajo de la mesa, en el estilo mosca muerta. Pero si ya no hay remedio, salir del círculo vicioso porque no es algo que pare, siempre va in crescendo, no debemos olvidar que un tigre nunca cambia sus rayas.
Ojalá eduquemos a nuestros hijos en forma distinta, para no generar ni agresores ni víctimas, sino seres completos, amorosos pero con los ojos abiertos, suficientemente seguros para poner límites sanos y vivir en armonía.