Son los mismos, pero hay que darles una segunda oportunidad, quizás ya aprendieron...
Dicen los psicólogos que la disonancia cognitiva ocurre cuando las creencias de una persona entran en conflicto con sus acciones o con nueva información que las contradice. El cerebro, ese artesano de excusas, se las ingenia para limar las asperezas entre lo que pensamos y lo que hacemos. En pocas palabras, somos expertos en mentirnos a nosotros mismos para dormir tranquilos. Pero, si la disonancia cognitiva es un fenómeno individual, en México hemos logrado un hito insólito: convertirla en deporte nacional.
En esta tierra de memoria selectiva y credulidad a la carta, las urnas funcionan más como máquina del cambio. Ahí, los pecadores políticos se redimen con un simple “perdóname, pueblo mío”, y los votantes, convertidos en padres franciscanos, absuelven y olvidan. Un día los llaman ladrones, traidores, parásitos; al siguiente, les dan otra oportunidad con la devoción de quien ofrece flores a un santo reciclado.
Los cambios de camiseta partidista son una danza grotesca, un carnaval de conveniencias, donde el verde, el azul, el guinda o el tricolor son solo disfraces. Los que ayer juraban lealtad a un emblema hoy bailan al son del enemigo. Y el pueblo, en su infinita capacidad para la autojustificación, decide que los pecados del pasado se borran con un nuevo color. Al fin y al cabo, todos merecen una segunda oportunidad, ¿o no?
Los enriquecidos también tienen su redención asegurada. El exfuncionario que construyó mansiones con dinero público se convierte en profeta de la austeridad; el magnate que saqueó arcas ahora viste hábitos de “servidor del pueblo”. Sus discursos de humildad y sacrificio son un teatro tan bien montado que la audiencia termina aplaudiendo de pie. Porque en México, el cinismo disfrazado de virtud no solo se tolera: se celebra.
Pero no es solo culpa de los políticos. Ellos son el reflejo de una sociedad que prefiere el autoengaño a la incomodidad de cuestionarse. La disonancia cognitiva colectiva nos permite decir “ya basta” y “un sexenio más” en la misma frase. Nos indigna la corrupción, pero aplaudimos al corrupto que “sí sabe robar”. Nos lamentamos de la pobreza, pero votamos por quienes la perpetúan. Es una danza macabra entre lo que somos y lo que decidimos querer ser.
Tal vez, como cultura, hemos encontrado un extraño consuelo en el olvido. Recordar duele; perdonarnos permite seguir adelante sin enfrentar el espejo. Pero, mientras sigamos alimentando esta amnesia selectiva, el ciclo se repetirá: los mismos discursos, los mismos rostros con nuevas máscaras, las mismas promesas que sabemos que no se cumplirán. Y nosotros, con nuestra disonancia cognitiva a cuestas, seguiremos votando, quejándonos y olvidando, como si todo fuera un juego del que no podemos o no queremos salir.
Un conductor de taxi me dijo: “Son los mismos, pero hay que darles una segunda oportunidad, quizás ya aprendieron”. ¿Y si no? Que el pueblo se los demande… si es que se acuerda.