“Compañeros; traigo mi discurso escrito porque, como ustedes bien lo saben, al calor de la improvisación nacen con extraña fecundidad una sarta de pendejadas”...
Una cosa es el sentido del humor y otra el chiste mal acomodado, inoportuno y hasta injertado para aumentar el “rating” o disputar la popularidad de otros personajes. Son espacios donde solo caben sus propios creadores. De ahí que un presidente o un legislador o un magistrado deben responder al pueblo y no a grupos o cofradías. Ello no quiere decir que a los servidores públicos les esté prohibido expresarse con sentido del humor. Esto se vale siempre y cuando se manifieste en el lugar adecuado y de manera inteligente, tal y como en su momento lo hicieron los diputados al Congreso de Querétaro que en 1917 promulgó la Carta Magna. Y ya que refiero este tema que además de talento exige capacidad, amor, responsabilidad, voluntad, trabajo e inspiración, permítame compartir con usted algunas vivencias de los “conscriptos de la patria”, mismas que por su esencia antagonizan con el chacoteo presidencial.
Ignacio Ramos Praslow había sido invitado como orador en el cincuenta aniversario de la Constitución de Querétaro. Ya en la tribuna del Congreso de la Unión, con la parsimonia y la seguridad que adquirió al participar en la formación jurídica de este país, antes de hablar, decidió hojear las cuartillas de su discurso. Se quedó callado durante varios segundos. Con la vista recorrió los escaños y las tribunas del entonces Palacio Legislativo. Después de esos momentos de tensión y curiosidad el diputado dijo a su auditorio:
“Compañeros; traigo mi discurso escrito porque, como ustedes bien lo saben, al calor de la improvisación nacen con extraña fecundidad una sarta de pendejadas”.
Ya imaginará el lector la excelente acogida que le brindó el respetable.
Luis Cabrera es otro de los tribunos de México cuya inteligencia y sentido del humor también dejó huella. Cuando disertaba ante los diputados de su legislatura uno de ellos, el obeso Aurelio Manríquez de Lara Hernández, le gritó con voz estentórea: “¡Mono, perico y poblano…!” Antes de que Manríque concluyera el famoso dicho que en nada nos favorece (…no lo toque con la mano, tóquelo con un palito porque es animal maldito”), el escritor nacido en Zacatlán, propietario del seudónimo “Blas Urrea”, con el cuál escribió duras críticas al porfiriato le respondió a bote pronto : “¡Los poblanos, señor diputado, comemos cuatro platillos: cerdo, puerco, cochino y marrano!”. El destinatario de estas palabras quedó atónito y como atornillado a su curul, soportando las risotadas de sus compañeros que incrementaron el peso de su voluminosa humanidad.
En aquellos tiempos el talento y la dignidad iban de la mano. Hay otras muestras. He aquí otra de ellas:
En alguna de las sesiones del constituyente, Esteban Baca Calderón, maestro nacido en Santa María del Oro, entonces territorio de Tepic, interrumpió al compañero que hacía uso de la palabra:
–Señor presidente– dijo don Esteban– no veo claro el sentido de la redacción del artículo que hemos estado discutiendo…
–Cómo va a ver claro el compañero Baca –espetó burlón Félix Fulgencio Palavicini–, si nada más tiene un ojo!
Indignado por la ofensa (había perdido el ojo durante la Revolución, en una batalla en Culiacán Sinaloa) don Esteban se dirigió a Palavicini con las siguientes palabras:
–“¡Para ver hijos de la chingada como usted con un ojo me basta y me sobra!..”
Ni hablar, pues que fue una época en la que el pueblo llano también aportó su experiencia y sabiduría, misma que podemos percibir en los dichos populares, algunos en reposo u olvidados debido al pragmatismo o ignorancia histórica que privan en varios de los conspicuos integrantes de la generación en el poder. De esa sabiduría también han surgido dichos que llevan su sentido del humor y que en muchas ocasiones han servido de epígrafe para esta columna:
“Cuando me veo entre pendejos hasta valiente me vuelvo”, decían los revolucionarios que con sus 30–30 atacaban a los poblados pacifico que no ofrecían resistencia: “Los besos y los abrazos no hacen muchachos, pero son barbechos p’al año qu’entra”, se justificaba aquél que no le quedaba más que esperar mejores tiempos. “Solo el que carga su morral sabe lo que lleva dentro”, era una de las expresiones que servían para dejar a salvo el prestigio de los demás. “L’ambre es jija y el que la aguante más”, argumentaron los que se fueron a la “bola” con la ilusión de regresar con maíz para sus hijos. “El que por su gusto es buey hasta la coyunda lame”, reza el refrán que todavía sirve para criticar a quienes se dejan explotar.
“Al que se hace miel, las moscas se lo comen”, es la consigna que cae como anillo al dedo a las personas que usan la lisonja para congraciarse con los poderosos. “No hay lugar tan alto que un burro cargado de oro no pueda subir”, era y es una frase útil para señalar a los ricos que usan el dinero con la ilusión de obtener prebendas y poder.
Para no cansarlo concluyo con el dicho que para los corruptos significa más que un legado generacional: “La honradez es el patrimonio de los pendejos”.
Ojalá que la nación se nutra de la sabiduría popular que, dicho sea de paso, ha demostrado ser más eficaz que las aportaciones de los “head hunters”. Y que no se mezcle la mercadotecnia barata con la responsabilidad republicana. El teatro (o la carpa) se puede caer.