La Maldición del Poder

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Nosotros, los que hemos visto lo suficiente, sabemos la verdad. Y la verdad es implacable...

He visto presidentes, gobernadores, alcaldes, jueces y policías jugar a ser dioses, dictar sentencias con manos sucias, robar con descaro, encarcelar con odio y matar con una sonrisa. He visto al poder corromper hasta los huesos, convertir a hombres comunes en monstruos con traje y corbata. Pero también he visto algo más: la caída. La lenta, inevitable y dolorosa caída. Porque nadie, ni el más astuto, ni el más sanguinario, escapa de la ley de causa y efecto. Llámenlo karma, destino o castigo divino. El que hace el mal, tarde o temprano paga.

La historia está llena de ejemplos. El que persigue, termina perseguido por sus propios demonios. El que encarcela por venganza, acaba preso en un cuerpo decadente, consumido por una enfermedad que no negocia ni pide sobornos. El que roba se queda sin alma, sin familia, sin una sola persona que le llore en su tumba de mármol pagada con dinero ajeno.

Recuerdo al gobernador que llenó sus bolsillos con millones y creyó que podía comprarlo todo: jueces, periodistas, conciencias. Hoy lo veo en fotografías: su mirada es un pozo vacío, su cuerpo apenas un cascarón con el que la enfermedad juega como el viento con una hoja seca. He visto a jueces que dictaron sentencias injustas morir solos, temblando, con la lengua hinchada de rabia y miedo. He visto a los que mandaron matar suplicarle a un dios que nunca escucharon, cuando la muerte, paciente, toca a su puerta.

Los poderosos creen que sus crímenes son olvidados, que la justicia es solo un juego que se gana con billetes. Pero la vida no olvida. La historia tampoco. Y aunque sus estatuas sigan en pie, aunque sus nombres sigan adornando calles y hospitales, en algún rincón del universo su deuda sigue acumulando intereses. Y el cobrador siempre llega.

Al final, el poder es solo un espejismo. Un reinado de arena que el tiempo borra sin piedad. La verdadera justicia no está en los tribunales ni en las cárceles. Está en la vida misma, en esa mano invisible que, sin prisa pero sin pausa, acomoda las cuentas. Y cuando llega la hora, no hay soborno, juez amigo ni poder terrenal que impida el ajuste.

Que los poderosos sigan creyendo que son intocables. Nosotros, los que hemos visto lo suficiente, sabemos la verdad. Y la verdad es implacable.

Miguel C. Manjarrez