Prueba de calidad
Capítulo 9
Como si se hubiesen puesto de acuerdo, la prensa escrita cabeceó sus matutinos con noticias similares, todas ellas relacionadas con el giro que había tomado la violencia urbana. Igual ocurrió con los medios de comunicación electrónicos cuya información refería la ola de muertes al estilo Ley del Talión.
Empezaba el verano y su calor parecía haber alterado a los habitantes del Distrito Federal. El ulular de las sirenas disputaba el espacio con los claxonazos de los desesperados automovilistas que habían quedado varados en medio del intenso tráfico. Daba la impresión que los pobladores de la ciudad eran personas que estaban a punto de perder la razón. Los noticieros radiofónicos repetían sin cesar la nota del día: “Doce asaltantes callejeros ejecutados en el DF. Todos muertos con descargas explosivas”. Cada comentarista manejaba su versión personal sobre los hechos, debido a que los crímenes que ocurrieron de manera escalonada y en diferentes rumbos de la ciudad, tenían el mismo patrón de las otras muertes también de ladrones callejeros. “Las ejecuciones –editorializó uno de ellos– parecen venganzas programadas y ejecutadas por un comando. Todas las víctimas tienen antecedentes penales, algunos con varios ingresos a la cárcel, pero ¿y quién está detrás de esta escalada de violencia que puso a la ciudad en estado de alerta?”
Rafael Ibarbuengoitia quedó impactado por lo que publicaron los medios electrónicos. Gracias el escándalo mediático pudo enterarse de aquello que no quería saber. Vio y escuchó la noticia en un televisor que funcionaba en la oficina del administrador del hotel Presidente Chapultepec, donde se había reunido con la familia para festejar su cumpleaños número 60. La palidez de su rostro preocupó a la esposa que de inmediato y por el celular llamó al médico que atendía a Rafael. “Estoy bien, mujer, no te preocupes y dile al doctor que me impresioné por esto que estamos viendo en la tele, que no es nada grave, que esté tranquilo –dijo a su cónyuge mostrándole el aparato televisivo con una energía que, en efecto, validaba que la palidez se debía a la fuerte impresión que sufrió al comprobar la efectividad de su diseño. “¡Deja ya ese teléfono, por favor!”
Cerca de ahí, en otro de los hoteles de la zona, estaban los jefes policíacos que meses antes se habían organizado para formar el grupo que investigaba “las ejecuciones”, como ellos llamaron a esos crímenes.
–¿Algún dato nuevo, alguna pista Hidalgo?
–Tengo datos que me gustaría guardar hasta que certifique su autenticidad…
–¿No estarás obstruyendo la justicia, verdad? –le cuestionó Corona.
–Tú sabes mejor que nadie, Ventura, que no lo acostumbro ni me preocupo por lo que supongan o piensen los demás. Estoy en eso y haré comentarios al respecto cuando tenga los pelos de la burra en la mano. Pero… de qué se preocupan hombre: en este caso el tiempo está a nuestro favor ya que conforme pasen los días se irá reduciendo el número de maleantes. Y esa es nuestra misión ¿verdad?
–¿Aunque la prensa nos presione?, inquirió otro de los policías que no escuchó o no quiso entender la broma de Juan Hidalgo.
–De cualquier manera, compañero, los reporteros querrán saber más y más debido a que son insaciables. Y este asunto es como la miel que en lugar de moscas atrae periodistas. Ya ven lo que se ha estado manejando…
–Hidalgo –volvió a insistir Ventura Corona–, apúrate o cuando menos adelántanos algo para que calmar al big boss. Olvídate de los pinches medios. La presión la tenemos arriba, más que por responsabilidad de la jerarquía, por puro morbo de los jefes…
–Les prometo que pronto tendré algo interesante. Nada más no me presionen porque, como se los dije hace unos meses, trabajo solo y si he roto mi promesa de no dar la cara es por la urgencia de ustedes que, entiendo, están razonablemente preocupados por esta ola de ejecuciones. Duerman tranquilos y sean felices, su familia se los reclama…
Después de pronunciar las últimas frases, Hidalgo se retiró sin siquiera decir adiós. Se perdió entre los clientes de la para él oportuna excursión que acababa de tomar por asalto el lobby del hotel, tumulto que lo hizo mimético.
–Buenas tardes –saludó atento y sonriente Simón Rocafuerte a Ibarbuengoita que estaba acompañado de su esposa e hijos–. Qué gusto saludarlos señora, muchachos. Me llamaste y heme aquí…
–Perdónenme –dijo Rafael a su familia al tiempo que tomaba del brazo a Simón–, en un momento regreso, no tardo.
–Te veo alterado –protestó Simón que había sido jalado con brusquedad–; cálmate, amigo…–le sugirió.
–¡Cómo carajo quieres que me calme si rompiste tu promesa! –reclamó Rafael mientras que caminaban rumbo a la calle.
–¿Mi promesa? Lo que dije y prometí fue que nunca te enterarías del resultado de nuestro trabajo por mí o por algunos de los miembros del equipo. Ni tú ni yo tenemos la culpa de que esto se haya convertido en la principal noticia del país…
–Seguramente pararemos en la cárcel…
–No, mi querido Rafa, pararemos en el panteón antes que en la cárcel. Ese espacio está reservado para quienes se salven de ¿cómo le dijiste?, ah sí, del rifle sanitario…
–¿Te volviste cínico o qué te pasa Simón?
–Nada. Soy el mismo igual que tú. Mira Rafael, estamos aquí en la calle bajo estos árboles porque Dios o quien tú quieras así lo ha decidido. Y si vivimos es porque el ser superior nos escogió para llevar a cabo esta misión…
–Te escogió a ti y tú me tendiste una trampa. Espero que mi organismo cumpla su cometido ya, lo más rápido que sea posible…
–Cuidado, Rafael, estás perdiendo tu raciocinio científico. Cálmate, por favor. Y recuerda que los códigos morales se adaptan a cada sociedad. Casi todos: el nuestro, el de Asoka o el Hammurabi, el Licurgo o el Solón hablan de lo que es justo. Y mientras que para unos es justo hacer pruebas nucleares, para otros la justicia implica violar a las mujeres de los enemigos o castrar a las niñas o lapidar a las adúlteras o matar iraquies o mandar a la cámara de gas a un ser humano que cometió un delito grave.
–Pero también existe la regla de oro, Rocafuerte, que es la de Jesús de Nazaret; es decir, el Evangelio de San Mateo del siglo I, ¿lo recuerdas?: “Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos”. Y otras reglas más que sirven tanto a los agnósticos como a los religiosos como, por ejemplo, la regla de plata que significa lo mismo pero dicho siglos antes de Cristo.
–La regla de oro de la naturaleza es que debemos eliminar aquello que la dañe y evitar que proliferen los males que la afectan. Y entre esos males está la sobrepoblación que, así como vamos, terminará por polarizar a la humanidad: por un lado los malos que lo serán porque nadie les dijo cómo ser buenos, y por otro los poderosos que explotarán a los buenos valiéndose de la maldad de ellos mismos y de los demás. En fin, Rafael, podemos perder el tiempo discutiendo sobre el tema hasta que tú o yo dejemos de existir. Ése no es el caso. Te propongo entonces que te olvides de lo que nosotros hacemos y que tu ciencia la adopte quien quiera para usarla en lo que le pegue la gana. Sólo tienen que rogar a Dios que el mundo se llene de gente buena, noble y dispuesta a sufrir lo que deba de sufrir, incluida la violencia de los seres malvados, estúpidos…
–No te voy a convencer Simón aunque te argumente que en ocasiones como ésta nos mordemos la lengua –dijo Rafael preocupado por la soberbia de Rocafuerte. Lo conveniente para todos y en especial para mi es olvidar lo que hoy he visto y escuchado. Continuaré con mi proyecto original y tú te harás cargo de la prueba científica sin que me digas los métodos que uses. A final de cuentas así funciona la ciencia y ti te toca escoger a los conejillos de indias. Espero que Dios o Mahoma o Buda o el Arquitecto del Universo o el dios que domine el espíritu del hombre, sea quien determine el destino de mi trabajo.
Rocafuerte se quedó mudo sin saber qué contestar. Había sido sorprendido por la reacción de Rafael que por algún fenómeno mental en ese momento se repuso de la depresión que solía atraparlo debido a su bipolaridad. Estaba sorprendido porque sin inmutarse el científico se despidió con un abrazo para, inmediatamente después, regresar a donde lo esperaba su familia. Simón lo siguió con la vista hasta que se encontró con la mirada penetrante de Juan Hidalgo. Ambos establecieron contacto visual. Y los dos esbozaron un sonrisa poco antes de cada uno por su lado siguiera su camino…